En Como una rana en invierno, Daniela Padoan entrevista a tres mujeres que salieron de Auschwitz
Liliana Segre, Goti Bauer y Giuliana Tedeschi
nombran la ignominia
Cuando preparamos este libro para que se imprimiera en Italia en el año 2003, pedí que mis consideraciones se publicaran en forma de epílogo: un texto auxiliar que apareciera a continuación de las voces de las testigos de Auschwitz. El editor me lo desaconsejó y me sugirió que escribiera la habitual introducción de la autora. Para mí, sin embargo, era evidente que mi “autoría” se subordinaba al texto, tanto que me sentía intimidada frente al libro mismo, por mucho que hubiera trabajado en él durante dos años y las palabras recogidas fueran el resultado de un continuo proceso de elaboración, muy alejado de lo que se entiende por entrevista. Conversación tras conversación, iba en aumento mi preocupación por restituir las palabras, los adjetivos, las inflexiones, las pausas y los silencios que emanaban desde un fondo de oscuridad intangible y precioso. Hasta que, sin que me diera cuenta, empezó a circular por mi cuerpo la misma sangre, la misma “leche negra” de la Shoah; y cada relato, cada ofensa que ellas padecían —incluso la más pequeña— me resultaba dolorosa e inaceptable, como si hubiera sido infligida a mi propia madre. Todo esto supuso para mí un crudo aprendizaje del mundo que me obligó a fijarme en las profundidades criminales de nuestra cultura, en las taxonomías del desprecio, en los eufemismos tanto más asesinos cuanto más se disfrazan de supuestos valores, y que acabó para siempre con cualquier cuento de hadas con el que la cultura occidental se representa a sí misma. Comprendí entonces que, si no nos adentramos en la Shoah de la mano de aquellos a quienes ha marcado y corroído, es imposible acercarse a esa zona incandescente que constituye nuestra historia más reciente. Los libros de los historiadores, los archivos, los discursos éticos y políticos se quedan mudos sin este pasaje.
(…)
“Cada ofensa que ellas padecían (…)
me resultaba dolorosa e inaceptable”
Han hecho falta sesenta años para que, el 27 de enero de 2005, los jefes de Estado europeos se desplazaran a Auschwitz y la conmemoración de la Shoah se convirtiera de esta forma en un momento de meditación colectiva. Y, aun así, tras unos días de “nunca más” y de liturgias de la memoria, quedó la penosa sensación de estar asistiendo a una profanación, a la afirmación de una retórica que negaba precisamente aquello que pretendía afirmar. Para que millones de personas vieran las imágenes de lo que nunca debió haber ocurrido hubo que soportar la obscenidad de los platós de televisión y la reducción a espectáculo del aniquilamiento de seis millones de individuos.
Se ha elegido instaurar el Día de la Memoria en el aniversario de la liberación de Auschwitz por parte de los soldados rusos; pero aquel día, y en los sucesivos, lejos de ser liberadas, cincuenta y ocho mil personas siguieron sufriendo, y muriendo, en la marcha de la muerte. En cierta manera, los testigos han continuado esa marcha durante toda su vida. Y nosotros —al igual que los polacos curiosos que describe Liliana Segre, que veían cómo esas figuras macilentas atravesaban su pueblo y no les ofrecían un plato de comida— hemos sido incapaces de extraer una lección no moral, sino política, de aquella pérdida de humanidad que volvió obediente y dispuesta al exterminio a una masa de individuos que se consideraban a sí mismos bondadosos.
Hoy la memoria de la Shoah está amenazada por la normalización, que es tan nefasta como el negacionismo: turismo de masas, editoriales de masas, cine de masas. De esta confusión se nutren muchos profesores, quienes imparten los temarios escolares a menudo desprovistos de la formación necesaria como para ubicar histórica y políticamente el exterminio del pueblo judío en el mundo que tratan de explicar y que, además, ni siquiera están obligados a hacerlo para cumplir con los programas educativos. El proceso de banalización al que hemos asistido ha inundado toda Europa: los uniformes de los deportados a la venta en eBay como si fueran carísimos fetiches, el Arbeit macht frei del portal de Auschwitz robado por encargo, los niños deportados “adoptados” en la web, la pequeña víctima de Majdanek “resucitada” en internet, objeto de miles de mensajes de contacto y de enhorabuena. Lo que Imre Kertész llamó lo “kitsch del Holocausto”.
En los catorce años que lleva en las librerías, este libro ha desarrollado su propia vida independiente y ha sido objeto —para bien y para mal— de trabajos universitarios, adaptaciones teatrales, ballets e incluso un horóscopo, lo que significa que se ha convertido en algo que no pertenece a nadie en concreto, como debe ser el destino de los libros. No obstante, y a pesar de estar convencida de que nadie puede testimoniar en lugar del propio testigo, este libro también me ha vinculado a una suerte de testimonio vicario e involuntario. Si pienso en la gran cantidad de veces que he visitado colegios, ayuntamientos, cárceles y universidades, destaca entre mis recuerdos una imagen que permanece indeleble. Se trata de una pequeña sala en el colegio judío de Milán, en una mañana radiante, con un público que no llega a las diez personas. Liliana Segre y Goti Bauer sentadas a mi lado, Liliana en manga corta y con su brazo tatuado al descubierto. Nos mirábamos, ellas impasibles y yo pensando: “¿Tiene sentido esta presentación? ¿A quiénes les estamos hablando? ¿Para qué?”, cuando de repente se escucha, apenas atenuado por la pared del fondo, el bullicio de unos niños irrumpiendo en el pasillo al acabar una clase. Niños que, si el proyecto de exterminio racial nazi se hubiera llevado hasta el final, no estarían ahí. Esas voces decían mucho más que cualquier otra sobre la permanencia, sobre la supervivencia y sobre el testimonio, que es el establecimiento de un vínculo entre los vivos y los muertos.
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“El testimonio (…) es el establecimiento de
un vínculo entre los vivos y los muertos”
Giuliana Tedeschi falleció el 20 de junio de 2010. Goti y Liliana han seguido testimoniando en numerosas ocasiones, si bien cada vez con menor frecuencia. Goti, que hoy tiene noventa y tres años, nunca ha dejado de leer, en numerosas lenguas, textos y testimonios acerca de Auschwitz. Durante años me ha preparado Husarenkrapfen y Kipferl cada vez que nos veíamos y tomábamos el té en su salón repleto de fotografías de gente que ya no está. Con ellos, con sus queridos desaparecidos, se ha retirado a hacer una vida en la que cada vez es más grande e intenso el diálogo con los fantasmas. Una vez, en una cena, me dijo: “¿Sabes? Esta noche me he acordado de algo en lo que no había vuelto a pensar. Fíjate, me ha venido a la cabeza después de setenta años. Justo antes de bajar del tren me puse unos zapatos que llevaba en la maleta que no eran los más nuevos que tenía. Cuando estábamos ya en el andén, mi madre me dijo: ‘Qué pena que no te hayas puesto los otros, porque no vamos a recuperar nuestras cosas’. Después la mandaron al otro lado, y a mí me quedó grabada para siempre la imagen de su fular mientras se alejaba”. La cena continuó. Hubo momentos de alegría, y en la cocina, después de recoger la mesa, nos terminamos unos restos de zanahoria aliñada con azúcar y vinagre de manzana, una receta húngara.
Liliana, que ahora tiene ochenta y siete años, después de haber testimoniado con una fuerza invencible en cientos de colegios y estadios abarrotados como en los conciertos, ha decidido ir espaciando poco a poco sus apariciones públicas antes de retirarse. “No quiero ser el último mohicano (…): no quiero morir en Auschwitz; la última etapa de mi vida la pasaré fuera del campo”. Aun así, tiene guardado en un cajón de la mesita de noche el pañuelo de prisionera que llevaba en la cabeza en Birkenau.
Se ha hablado mucho de los supervivientes como víctimas, pero nunca se menciona su señoría derivada del conocimiento de algo que nosotros ignoramos; su doble pertenencia al mundo de los vivos y de los muertos. El testigo que nos mira y nos juzga es nuestro espejo, nuestra avanzada más lejana: acoger su veredicto puede ser la última posibilidad de poner radicalmente en discusión los ladrillos con los que nuestra cultura ha construido Auschwitz.
Daniela Padoan (1958) es escritora, ensayista y guionista de radio y de televisión, y lleva años trabajando temas relacionados con la Shoah y el racismo. Colabora con la sección cultural de prestigiosos periódicos italianos como Il manifesto e Il fatto quotidiano. Entre los documentales que ha realizado para la televisión pública italiana destacan: La Shoah delle donne e Il filo nero: dalle leggi razziali alla Shoah.
Hace sopotocientos años vi en televisión, no recuerdo sí en un noticiero o en documental, a ese hombre valiente que fui Willy Brandt, Jefe de Gobierno de Alemania Federal, de rodillas ante un memorial del Holocausto cometido por los Nazis alemanes contra los judíos de Europa. No pronunció palabras, sólo lloró copiosamente, porque solo llorar era posible. Lloró por las víctimas, lloró por la vergüenza infinita de saber que parte del pueblo alemán fue victimario, lloró porque tanta atrocidad nos avergüenza como parte de la humanidad… y con él lloramos todos.