La novela Museo animal, de Carlos Fonseca, quiere burlar la muerte con el arte del camuflaje
Un joven biólogo recibe una invitación para participar en la preparación de una exposición de una conocida diseñadora de modas, Giovanna Luxembourg. Aunque el proyecto de la exposición nunca está del todo claro, se entiende que tiene que ver con el camuflaje y las formas que este adopta en la naturaleza y en la sociedad. A partir de este comienzo, la novela Museo animal, del costarricense Carlos Fonseca, se despliega en el espacio geográfico (Los Ángeles, Nueva York, Puerto Rico, Costa Rica, Israel, España…) y en el tiempo. Así, tenemos la historia del narrador, un puertorriqueño en Estados Unidos que trabaja en un pequeño museo de ciencias naturales, anclado en las rutinas de su vida solitaria; la de Giovanna, siempre incompleta y difusa, mujer con algo de pez o de alga, cuyo único pasado es la escena de una niña de diez años (la propia Giovanna) enferma en un hospital de la selva, que escucha cuentos que lee una enfermera; la de Yoav Toledano, un famoso fotógrafo israelí, que cumple un extraño destino en un pueblo minero abandonado; y la de Virginia McCallister, ex-modelo, ex-actriz, reconvertida en artista conceptual y politizada sometida a juicio por poner a circula noticias falsas que afectan al sistema financiero internacional. Es precisamente la historia de McCallister y su juicio lo que ocupa el lugar central de la novela.
Leyendo Museo animal uno recuerda las novelas de Ricardo Piglia, sobre todo las de su primera etapa: Respiración artificial, La ciudad ausente, y las dos novelas breves reunidas bajo el título común de Prisión perpetua. Novelas, en gran parte, sobre la incertidumbre que nos agobia en el arte y la literatura tanto como en la política, la historia y sus relatos; y más allá, la incertidumbre sobre la realidad en la que vivimos y morimos. Son historias que han merecido el calificativo de “ficción paranoica” porque en ellas la realidad semeja un cristal frágil y opaco tras el que se adivina otra realidad, siempre más ominosa. En esta órbita se mueve la novela de Fonseca.
En Piglia la reflexión sobre el arte está centrada en la literatura, y en el autor costarricense pocas veces se acude a esta; sus referentes son la fotografía, la pintura y el arte conceptual, los happenings y performances; manifestaciones artísticas en las que establecer el sentido definitivo siempre es conflictivo. Sin embargo, también podemos leer Museo animal como una extensa meditación sobre el arte de narrar y sobre el destino del narrador, que no es otro que el de proponer naufragios, imaginar futuros posibles.
Pienso que Museo animal es un performance en el que la novela se mira a sí misma al tiempo que mira al lector-espectador que se mira a sí mismo. Para decirlo con las palabras de Fonseca: “a mí me llegaba a la mente un cuadro en donde el solitario mundo de los otros nos robaba los ojos para verse a sí mismo.” Museo animal se despliega ante el lector como lo haría una instalación artística. Sus materiales son expuestos; no solo narrados, sino exhibidos para que el lector recorra un mundo extraño de sombras, laberintos y falsas soluciones en las que siempre falta un dato: “…no estaba claro qué era lo que crecía frente a nuestros ojos, qué historia se volvía visible y cuál parecía esconderse, dónde estaba el patrón legible detrás de aquella enorme telaraña… ¿Tragedia o farsa? Sentí un súbito escalofrío al pensar que para algunas historias las viejas categorías no bastan.” Carlos Fonseca recurre al archivo como excusa técnica de su historia, en una serie de correspondencias argumentales, repeticiones, alusiones, escenas de significado dudoso, voces, fotografías, descripciones de fotografías, citas…
«¿Tragedia o farsa? Sentí un súbito escalofrío al pensar que para algunas historias las viejas categorías no bastan»
Si para Virginia McCallister, trasmutada en Viviana Luxembourg, entender el arte moderno exige como condición entender las obsesiones del artista, una pregunta, entonces, recorre toda la novela: ¿Se puede comprender el arte moderno? ¿Podemos comprender las obsesiones de los demás, esos lugares plenos de sentido pero que nos resultan inexorablemente ajenos y de los que solo podemos percibir sombras confusas? ¿No son para los artistas igualmente confusas sus obsesiones? ¿Representa todo esto una farsa o una tragedia? ¿Es el narrador capaz de comprender las decisiones Giovanna, de Toledano, o de McCallister? ¿Somos capaces los lectores? Tal vez por eso los pensamientos del personaje narrador son circulares, reiterativos, y hasta a él mismo se le hacen extraños: “Me desbocaba sobre la pequeña libreta de cuero rojizo y esbozaba ideas alocadas: traer a un animal vivo al museo, elaborar una anatomía de la mierda, llenar la sala con retratos de ojos hasta que se confundieran las miradas y nadie supiese cuáles eran los animales y cuáles los humanos”.
Novela de ideas, sí, pero además historia apasionante de unas vidas sometidas a la búsqueda permanente de un sentido; búsqueda que se sabe inútil desde el comienzo porque el sentido siempre es algo que queda fuera del marco de nuestra experiencia. El arte de Carlos Fonseca consiste en relatarnos esas vidas que quieren “burlar la muerte con el anonimato y el camuflaje” a través de una novela deslumbrante y exigente.
Rubi Guerra es narrador, editor, periodista y promotor cultural. Es fundador de la sala de arte y ensayo Ocho y Medio y asesor de la Casa Ramos Sucre en Cumaná, Venezuela. Ha publicado casi una decena de libros, entre los que se encuentra La tarea del testigo (Premio Rufino Blanco Fombona, 2007), Las formas del amor y otros cuentos (Premio Salvador Garmendia, 2010), El discreto enemigo, que editó en 2016 Madera Fina.
La imagen que encabeza este artículo es de una exposición itinerante hace algunos años en el museo Guggenheim de Nueva York