A 75 años de su muerte: Miguel Hernández, ruiseñor de la desdicha
La obra poética de Miguel Hernández (1910–1942) es un canto que evoluciona desde la exaltación bucólica de los paisajes de su infancia en Orihuela hasta la desesperanza que lo llevará a la muerte en una prisión de Alicante. No puede entenderse su poesía sin tomar en cuenta su compromiso con el pueblo, que se traduce en su adhesión a la República, desde la que defenderá los valores anticapitalistas y por la que luchará en los frentes desde que la Guerra Civil estalla en 1936, consecuencia de un alzamiento militar. Los poemas incluidos en Vientos del pueblo (1937), un libro de arenga heroica y esperanzadora para los combatientes republicanos, y en El hombre acecha (1939), un grito de horror contra la violencia, suponen una referencia fundamental para la poesía social contemporánea, que (por cierto) tiene como tarea imprescindible la lectura del poeta.
Vale la pena regresar a la sierra de Orihuela y la huerta de su casa para comprender cómo su personalidad fue fundiéndose en su poesía hasta volverse inseparables. De familia humilde, dedicada a la crianza de ganado caprino, el poeta tuvo que dejar el colegio con sólo 14 años para ayudar a su padre, que atravesaba en 1924 una crisis económica. En realidad, disfrutó de más tiempo de escolaridad que la mayoría de los adolescentes en aquellos años y la educación recibida hasta entonces fue fundamental para que luego avanzara en su formación como autodidacta, aunque tenía que cuidarse de que su padre no lo sorprendiera leyendo. Los autores del Siglo de Oro que cayeron en sus manos y leía escondido en el campo mientras pastoreaba a las cabras son las primeras referencias que aparecen en sus poemas. La influencia de Góngora es evidente en su primer libro, Perito en lunas (1933), repleto de metáforas con fuerza expresiva propias de un barroquismo vehemente.
Pero aún estaba lejos de las grandes cotas que luego alcanzaría su poesía. Y Góngora sería la clave. Para su encumbramiento fue importante el homenaje que con motivo del tricentenario de la muerte de Góngora reunió a un grupo de jóvenes que cambiarían para siempre la historia de la poesía en España y, por supuesto, la trayectoria del joven Hernández. No fue fácil al comienzo. Para que Dámaso Alonso lo denominara como el “genial epígono” de la Generación del 27—era unos años más joven que los demás miembros— tuvo que soportar antes que los primeros contactos fueran más de curiosidad folclórica ante el joven poeta-pastor que por su literatura. Además, tuvo un desencuentro desafortunado con Federico García Lorca en una carta donde le recriminaba no prestarle ninguna atención cuando le pedía que lo ayudara a involucrarse en aquellos ambientes literarios. Tuvo que llegar la guerra y un poemario de amor bajo el brazo, El rayo que no cesa (1936), influenciado por Neruda e inspirado en sus relaciones con la pintora Maruja Mallo y Josefina Manresa, futura esposa del poeta, para que se consolidara como uno de los grandes autores del momento. La “Elegía” a Ramón Sijé, escrita en el mismo año, es el mayor canto a la amistad que a día de hoy la poesía recuerda.
Hernández nunca llevó a cabo su escritura en espacios confortables, donde, por ejemplo, sí lo hizo Lorca. Agrandó su obra en las trincheras y en las cárceles. Vientos del pueblo llega un año después del alzamiento, que lo encuentra más involucrado que nunca en las misiones pedagógicas de la II República, donde milita de forma activa y a la que defenderá fervientemente a lo largo de toda la guerra. Tanto que tiene disputas con los compañeros que no se implican en la lucha activa. “El pueblo espera a los poetas”, reclama en su dedicatoria a Vicente Aleixandre, su mejor amigo dentro de la Generación, quien le regaló un reloj que le confiscaron cuando fue detenido tras cruzar la frontera de Portugal huyendo de España tras la victoria del Frente Nacional. “Vientos del pueblo me llevan”, “Jornaleros”, “Llamo a la juventud” o “El niño yuntero” son himnos de este libro que ya es una referencia de la poesía social española. En El hombre acecha (1939) el poeta expresa un desgarrado lamento de decepción hacia el hombre. Son sus sensaciones sobre la guerra, que además ha traído consigo la muerte de su primer hijo. En este poemario el vientre —el de su esposa, Josefina Manresa— se erige como uno de los términos principales.
“Muere un poeta y la creación se siente
herida y moribunda en las entrañas”
Los “dos fusiles fieles”, que eran la sangre y la boca del poeta, fueron silenciados con su encarcelación definitiva. Tras el arresto en Portugal, había sido liberado gracias a la intervención del poeta Pablo Neruda, pero el alicantino, en lugar de huir de España, regresó a su pueblo a reunirse con su familia —acababa de nacer su segundo hijo, Manuel Miguel “Manolito”— y fue delatado por un vecino. A partir de ese momento, comienza su “turismo carcelario” por las prisiones de Huelva, Sevilla, Torrijos (Madrid), Orihuela, Palencia, Ocaña y, finalmente, Alicante, donde murió aquejado de diversas enfermedades. Pero alcanzaría antes las cimas de su poesía, a través de la escritura de poemas que son una sublimación de la desdicha, reunidos en dos cuadernos sin título que a su muerte fueron denominados Cancionero y romancero de ausencias y Poemas últimos. El primero contiene las inolvidables Nanas de la cebolla, dedicado a su hijo tras leer en la cárcel de Torrijos la carta de su esposa donde le confiesa que pasa hambre.
Ahora que se cumplen 75 años de la muerte Miguel Hernández debemos volvernos hacia su obra y hacia su vida. Su historia no es sólo la de un gran poeta, sino la de un hombre valiente y sobre todo honesto, capaz de rechazar incluso la libertad por no renegar de su ideología, a sabiendas de que así podría reunirse con su hijo y su mujer, con la que mantiene una disputa precisamente por esto. Un hombre que murió durante un régimen que argumentó que escribía “textos de excitación contra las personas de orden”. Un ejemplo, al fin y al cabo, de más de una generación que todavía le recuerda y le llora. Como él mismo dijo en uno de sus poemas: “Muere un poeta y la creación se siente / herida y moribunda en las entrañas”.
Jaime Cedillo (@JaimeCedilloMar) es periodista, músico y poeta. Colabora con El Cultural, publicación del diario El Mundo y con otros medios de comunicación. Se graduó en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad Rey Juan Carlos I y cursó el Máster de Crítica y Comunicación Cultural de la Universidad de Alcalá de Henares.