El asesinato de la primera madre: Enuma elish. El poema babilonio de la creación
El concepto de patriarcado ha logrado convertirse en un odioso contrario contra el que muchos emplean todas sus fuerzas. La publicación del anciano poema de la creación Enuma Elish, hecha por la editorial Cátedra, puede aclararnos los orígenes de esta némesis.
Ante todo, tenemos que apuntar que la composición escondía una maniobra política. En tiempos de la antigua Babilonia, las asambleas de ancianos tenían en sus juicios la autoridad de decidir sin tener que rendir cuentas a nadie. Pero Nabucodonosor I deseaba un poder sin trabas, a la medida de la gran nación babilonia. Por tanto, los versos de un poema épico habrían de justificar el mando sin límites del monarca, cantando el poderío del dios Maduk, capaz de lograr que otros dioses se inclinaran ante él. Nabucodonosor sería la imagen mortal de Marduk y, en consecuencia, ante él se debían postrar los demás patriarcas del imperio.
El autor de Enuma Elish, casi con toda seguridad un sacerdote adscrito al templo de Marduk, conocía muy bien la tradición literaria y teológica de su tiempo. Una de sus prioridades fue la de clarificar la supremacía del dios titular de su santuario en el panteón. Para ello, debía borrar y reescribir los mitos que hablaban de las primeras providencias. Por tanto, Namma, un ser femenino con forma de aguas primigenias, considerada el origen, debía desaparecer. La clase sacerdotal, por razones políticas, prefirió borrar ese rastro maternal en la creación del mundo. Nadie se quejó. Esta divinidad estaba dejando de ser objeto del fervor del pueblo, pues ni siquiera tenía un compañero, a manera de otras advocaciones.
Aguas maternales.
Otras civilizaciones convirtieron a las diosas en mares primarios: en el caso de los egipcios se llamaba Nun, los cananeos conocían con el nombre de Yam, los hebreos con el de Tehom, y para Homero, en la Antigua Grecia, fue el Océano. El secreto de esta coincidencia puede que se deba a la relación de la humanidad y los piélagos. Para aclararlo debemos reparar en Josué Quesada, novelista argentino del siglo pasado que preñaba novelas de sexo femenino, es decir, protagonizadas por mujeres. En uno de sus relatos, el que da título a la colección La rubia con los ojos verdes (1922), se cuenta el nacimiento de un ser “duro como un pez, con escamas opacas”. La madre reconoce en el fenómeno las hechuras de un castigo, de una condena de los dioses. Así que se embarca para lanzar a su hijo al agua. Mas, en vez de matarlo, lo devuelve a su entorno natural. Así, el “pequeño monstruo escamoso con ojos de pescado”, mira confuso a la mirada verde de la que le dio vida y, luego, quiso darle muerte.
Esta anécdota encierra una dura exactitud. Desde las aguas maternales, la criatura humana ha de lanzarse a un espacio nuevo. Al igual que un pez que salta sobre el agua. Sin embargo, el sufrimiento de ese momento para el animal, esa asfixia del que, por vez primera, conoce otros colores, luces y formas, perdura un instante. Para nosotros, esa dureza dura lo que una vida. En consecuencia, esta imagen poética de las confortables aguas maternales que tenemos que abandonar y así vivir por nuestra cuenta, llegó a todo tipo de civilizaciones gracias a su fuerza. Aquellas humanidades originarias sentían lo poderoso del ama. Para que los que habían perdido la vista la recuperaran, se escribía sobre los ojos de la madre, o se alababa su boca para que los mudos volvieran a hablar. Si se describía su sonrisa, los niños nacían en el seno de familias estériles.
Matar a la diosa.
No obstante, algo debió cambiar a lo largo de los siglos en el seno de la civilización humana. Poco a poco, aquel origen profundo y rico se empezó a ver como el enemigo contra el cual luchar. Un paso fundamental lo cometió el responsable del poema babilonio. En vez de Namma, el mar primigenio, reescribirá el principio partiéndolo en la pareja Apsú, un dios, y Tiamat, una diosa. Ahora, lo materno, además de cambiar de nombre y tener que compartir su existencia con un principio masculino, tendrá las maneras de una divinidad monstruosa. Algo novedoso incluido en el poema por el creador, ya que Tiamat nunca antes fue concebida a modo de engendro.
Por supuesto, Marduk se enfrentará a Tiamat, hecha una horrible hembra por efecto de la ideología sacerdotal de la época, y le dará muerte, gesta que lo encumbrará a lo alto de la fe babilonia. El cadáver divino será despedazado para crear el mundo que habitamos y el cielo sobre nuestras cabezas. Así es que, según los babilonios, vivimos dentro del cadáver femenino.
Marduk, tras su hazaña, convertido en dueño de todos y de todo, incluso reclamará la adoración del resto de los dioses, tanto en el cielo como en su pequeña réplica, el gran templo de Babilonia. Desde esa cómoda posición en la cima del zigurat organizó el universo y creó al hombre, aunque no a la mujer, a la que se ignora por completo en este relato del origen.
Antonio Palacios colabora con las revistas Estación Poesía, Clarín, Letralia, El Coloquio de los Perros, Ariadna y Revista de Letras, entre otras. Publicó Yo sombra, en 2018, un libro que se comprende de una novela, un libro de entrevistas, una guía de viajes, una sátira y un ensayo poético sobre la verdadera naturaleza de los sevillanos.