Bach, un ensayo sobre la sonoridad del mundo
Reputado director de orquesta y hombre hecho para pensar la cultura y la historia, John Eliot Gardiner (Inglaterra, 1943) aborda la vida de Johann Sebastian Bach, bajo el personalísimo método de establecer interrelaciones entre vida y creación musical. La música en el castillo del cielo. Un retrato de Johann Sebastian Bach es una lectura de excepción: abigarrada, enriquecedora y que escapa a cualquier obviedad.
Porque está sometida a leyes de responsabilidad, tengo a la biografía como el más exigente de los géneros. Contar la vida de un ser humano es internarse por una cronología previsible, pero también por terrenos de insospechadas apariciones, trampas bien puestas, datos escurridizos, imágenes distorsionadas. Si el biografiado corre no pocos riesgos, el biógrafo también: puede empañar la tarea con sus propias inclinaciones. El biógrafo debe vérselas con otro hombre. En otras palabras: debe definir un vínculo, una responsabilidad.
En el caso de Bach, para muchos el más grande creador de la música clásica occidental, las responsabilidades se acrecientan. Existen decenas de biografías, así como la versión de Bach como un hombre de vida corriente, casi mediocre. Los documentos que podrían atestiguar sobre su carácter son pocos: una correspondencia personal escueta, conductas que sugieren que Bach prefería ocultarse. A lo anterior hay que agregar una obra descomunal en lo musical, en su vastedad simbólica, en la cantidad producida (casi 1200 obras según algunos catálogos). Biografiarlo equivale a buscarle un lugar en la propia psique: ni endiosarlo ni empequeñecerlo, ni asumir que se tiene el control ni tampoco doblegarse ante lo imponente de su obra.
Quizás Bach pertenezca a la estirpe de indescifrables, destinados a un reparto de biógrafos. Pero John Eliot Gardiner (1943) no es uno más en la fila. Es, cuando menos, distinto. Su libro, también imponente, es el retrato de una época. Su Bach es un hombre enraizado en el tiempo, inseparable del aire, de las aspiraciones y mentalidades de los años en que vivió. Aunque aquí no faltan las anécdotas, “La música en el castillo del cielo” no es un anecdotario. El texto de Gardiner no se ofrece al lector que aspira a que lo entretengan, que le cuenten una divertida historia de vida. Es un recorrido, estructurado en dieciséis extensos capítulos, para pensar a Bach. Para proyectarse en sus sentidos.
Reputado director de orquestas británico, Gardiner, que entre sus calificaciones tiene la de haber estudiado e interpretado mucho del repertorio de Bach, hizo una elección: buscar a la persona en su música. Configurarlo a partir de los sonidos y las palabras que puso en movimiento. Y quien sabe si hablar de elección aquí no sea del todo preciso, porque la relación de Gardiner con Bach se remonta a su primera infancia y ha sido incesante. Porque este libro es de correspondencias: un complejo estudio posible por la afinidad entre el genio de Bach y la disposición del biógrafo a escuchar al maestro: detectarlo en los sonidos, en el casi inasible universo de las formas musicales. Lo excepcional es que Gardiner encuentra a Bach en el lugar más inaccesible: en el extremo donde el hombre está solas con por erudición (aunque se trata de un libro donde la erudición se pasea sin anunciarse).
Gestalt y shock
Gardiner cita la pregunta que algún estudioso se ha hecho, de si Bach, que nació en Eisenach, Turingia, en 1685, se sintió alguna vez “alemán”. Turingia era un campo mental provinciano, alejado de los brotes ilustrados que comenzaban a crecer en otras partes de Alemania. Un mundo de bosques e iglesias, donde la canción religiosa tenía una presencia y un poder que hoy no reconoceríamos. El niño Bach cantaba himnos religiosos. Lutero era más que una huella: podía memorizarse, entonarse, ejecutarse en grupo (Lutero, maestro de las advertencias, sostenía que un maestro debía cantar, de lo contrario no cabía reconocerle como tal). El temor a Dios se entonaba. Las horas que los escolares dedicaban a las lecciones teológicas, eran también musicales. Música y teología constituían la columna central del conocimiento del mundo. Día a día el pequeño cantaba las piezas de un himnario dedicado Dios.
El padre de Bach era un músico sometido a los vaivenes que eran comunes a los artesanos: veletas expuestas a los ventarrones de la política y el poder. Había momentos donde la familia llevaba una existencia precaria. Muy temprano Bach aprendió los rudimentos de la música y experimentó “la capacidad para tratar con abstracciones y para extraer de ellas series de razonamientos claros y concluyentes”, que “habría de erigirse en el trampolín para su pensamiento imaginativo como compositor”.
En aquel mundo austero, el niño a menudo se ausentaba de clases, lo cual sugiere una cotidianidad de complicaciones. Quienes han intentado hallar en las ciencias, antecedentes del rigor mental presente en las composiciones de Bach, han sufrido una decepción: en la educación que recibió no hay rastros de ellas. De esto se deriva una posibilidad que puede molestar incluso a los más benévolos racionalistas: intuición. Gen. “Impalpable Gestalt común”. Singularísima cristalización en el seno de una familia donde cincuenta y tres (53) de sus varones, de cuatro generaciones, fueron músicos, y en la que sobrevivir y hacer música eran las dos caras de una misma problemática.
Más allá de lo incierto que son los datos sobre su formación musical, y que disfrutaba de la perturbación que producía en los demás anunciarse como autodidacta, hay una cuestión que aparece muy temprano en él: la música como respuesta a las interrogantes morales, a las preguntas del bien y del mal. “Esa podría ser, en realidad, una definición del papel del compositor de la época: explicar lo evidente y por medio de la música, liberar las turbulentas emociones que sacuden las vidas de las personas incluso (o especialmente) cuando intentan suprimirlas o negarlas”. Que haya perdido a sus dos padres a los nueve años, con una diferencia de meses entre uno y otro, quizás abrió su alma a la música. Quizás allí comenzó a escucharse. Quizás allí se incubó la implacable voluntad que lo condujo un dominio pleno de la técnica musical.
El influjo de Lutero
Luego de la muerte de sus padres y hasta los quince años, la vida de Bach está llena de contingencias, vericuetos, idas, venidas y lagunas informativas. Con ayuda, tutela o por sí mismo, el adolescente Bach podía sentarse frente al teclado y ejecutar las composiciones más complejas. Fue en aquel tiempo cuando Johann Adam Reincken ya anciano, le escuchó y dijo: “Creía que este arte ya había muerto, pero veo que pervive todavía en usted”.
Se inicia, a partir de entonces, un camino en la vida de Bach, plagado de circunstancias, altibajos en lo laboral y en lo vital, que es imposible transcribir a la intención de estas líneas y a la limitación del espacio (ni siquiera haré mención al articulado capítulo dedicado a los integrantes de la ‘Generación del 85’: Bach, Scarlatti, Handel, Rameau, Telemann y Mattheson). A diferencia de estos, a quienes la ópera dotó de una forma para expresarse, a Bach no le interesaba. Escogió un camino propio para proyectar sus inmensos talentos escénicos, que volcó en las cantatas sacras y en las Pasiones. En la escena, Bach ponía en movimiento su adopción de Lutero. “Se trataba de algo que estaba más allá del dogma, que tenía una aplicación tanto práctica como espiritual y que se encontraba sustentada en la razón”. Esa razón refiere nada menos que a las proporciones perfectas, al sentido matemático que tiene su obra.
El capítulo que Gardiner titula “La mecánica de la fe” está consagrado a la reflexión de Bach como el autor que hace tangible a Dios. Lutero había escrito que la armonía tenía como propósito la gloria de Dios. “Examinar en detalle cada una de las cantatas nos revelará que Bach, al heredar el concepto tardomedieval de Lutero del curso de la vida como una batalla entre Dios y Satanás, expresaba su conformidad con los principios básicos de la escatología de Lutero: la necesidad de hacer las cosas bien en vida y de enfrentarse a la muerte valerosa, alegremente incluso, con esperanza y fe”. De allí proviene esa fuerza que propulsa la música de Bach hacia adelante. De allí los magistrales usos del silencio y las simetrías. De allí su sensibilidad para la armonía equivalente al pensamiento matemático. También de allí, esa distancia que uno percibe en su sonoridad, y que nos hace pensar en Bach como un hombre lejano (lo contrario de Mozart, que se aproxima para acariciar a sus oyentes).
Imparable, más allá de lo humano
Tampoco aquí haré referencia al Bach diario de vida corriente cargada de exigencias y vicisitudes (dos esposas y muchos hijos; también habría que anotar que vivió en nueve ciudades), de sus frecuentes tensiones con las autoridades y aristócratas, de los dilemas que debía sortear el creador que debía mantener a su familia. Su vida adulta transcurrió bajo el signo del oponente, siempre enfrentado a algo o a alguien, a pesar de que la complejidad de sus composiciones le demandaba lo mejor de sus energías mentales. En algún momento Bach llegó al extremo autoimpuesto de componer una cantata cada semana. Cuando se instaló en Leipzig, a partir de 1723 (allí viviría hasta su muerte), y durante los tres años siguientes, su productividad fue demencial: compuso tres ciclos de cantatas y las dos Pasiones. El prodigio de su mente desafía todo parámetro: una vez que arrancaba con una idea, nada podía detenerlo o torcerle de la ruta iniciada. Ni la hostilidad del espacio ni el ruido circundante detenía su fogosidad productiva, ni disminuía su capacidad para encontrar soluciones a los problemas de composición que él mismo se creaba. Gardiner señala que las imperfecciones que algunos críticos han advertido, lejos de aminorarlo, acrecientan el interés sobre el estatuto de su creatividad sin parangón, que ocupaba hasta el último resquicio de cada página, con tintas negras, rojas y sepias.
Quienes entienden de la música más allá de sus rudimentos básicos, disfrutarán de estas densas páginas, todavía más. Cuestiones técnicas como el modo en que incorporaba el contrapunto, los procedimientos con que viabilizaba sus ideas, “el entrecruzamiento de planos verticales y horizontales de sonido”, las improvisaciones y sus visiones predictivas, es decir, de anticipar los múltiples opciones que se abrían ante él en cada paso, son desglosadas por Gardiner con sosegado magisterio. El biógrafo no solo destapa algunas obras para que el lector pueda aproximarse a sus mecanismos internos, sino que, él mismo un gran músico, nos obsequia las pistas para vislumbrar cómo el intérprete Bach, con sus realidades como ejecutante, influía en el compositor.
Por religioso, profano
Sin que ello significara la pérdida de su basamento religioso, Bach no permaneció ajeno a la salida de la música a la calle: de la iglesia se extendió a los jardines públicos y también a los cafés. También él participaba en uno y otro. La música como edificación comenzaba a sugerir el deleite. Las fronteras comenzaron a debilitarse. Nuestro hombre no paraba: “Se ha calculado que Bach estuvo a cargo de sesenta y un conciertos profanos anuales del collegium, de dos horas cada uno, durante un período de al menos diez años, lo que se traduce en más de mil doscientas horas de música”, lo cual habla de que el sesgo religioso que ha tenido la imagen de Bach tendría que ser revisado. Con este entrenamiento en su mente creadora es que Bach se propuso componer cinco ciclos integrados de cantatas, cada uno con una Pasión como cénit.
Ofrecer aquí un sumario de lo que las cantatas representan como síntesis, incorporación y reelaboración, obligaría a intentar un texto dedicado a ello exclusivamente. La cantidad, calidad y excepcionalidad del esfuerzo (incluso comparada con el propio Bach) es, cuando menos, causante de un asombro sin final. En su primer año, creo 40 nuevas. En el segundo, 52. El tercero, 27. Todo ello sin contar las adaptaciones y otros numerosos trabajos de reescritura que ejecutó de forma simultánea, las tareas que le exigía programar y garantizar las actuaciones semanales de la orquesta, mientras en su cabeza se gestaban las dos Pasiones: Pasión según San Juan y Pasión según San Mateo, esta última uno de sus grandes legados, junto a otras numerosas obras como Variaciones Goldberg, El arte de la fuga, Ofrenda musical, Conciertos de Brandeburgo, El clave bien temperado, Tocata y fuga en re menor, que pertenecen, no al patrimonio cultural de la humanidad, sino a una dimensión mucho más allá: Bach está en nuestro modo de escuchar. Es un signo de la existencia, cuya presencia está activa, en los lugares más inesperados. Digo a modo de cierre: no solo es una obra que parece sobrepasar lo humano, sino el más notable establecimiento de la sonoridad del mundo. A ello nos asoma el libro de John Eliot Gardiner.
Nelson Rivera (@nelsonriverap) es ensayista, gestor cultural y director de “Papel Literario”, el suplemento cultural del periódico venezolano El Nacional