Carson McCullers: amor y soledad en lo grotesco cotidiano
El soldado Williams ha pasado el día trabajando en el jardín del comandante Penderton; recogiendo hojas y ramas. Pero se ha equivocado y el superior le riñe cuando vuelve a casa. Así que le agarra la noche acomodando el entuerto, mientras el comandante y su esposa reciben a una pareja de invitados para cenar. Cuando por fin termina su tarea, se distrae con lo que ocurre dentro de la casa; observando la reunión desde el patio trasero, por la ventana. Le distrae, más precisamente, la señora Penderton sobre la que mantiene “su mirada grave y profunda” y, de vez en cuando, se le ve entornar “sus ojos dorados”. Cuando ella abandona la escena, el soldado se aleja con pasos silenciosos “como un hombre agobiado por un sueño sombrío”. No ha pasado nada, pero el curso de los acontecimientos cambia de forma irrevocable.
Se trata de una estampa cotidiana, incluso intrascendente, en donde está contenido el germen de una epifanía. Porque ese soldado se ha enamorado y quizá ha descubierto en aquellos a quienes mira el vil adulterio y el deseo prohibido. Ese instante de abstracción desencadena la tragedia de la novela breve Reflejos en un ojo dorado escrita por Carson McCullers (1917-1967) y es un momento crucial en la literatura estadounidense por la forma en que representa el ideario la autora nacida en Georgia a la vez que desafía el canon cultural de su país. Porque frente a la gran novela estadounidense —en minúsculas, porque americanos somos muchos y no todos gringos— que los escritores han querido construir narrando la lucha entre ciertas individualidades y sus circunstancias adversas, los personajes que propone McCullers son mujeres y hombres sin un carácter extraordinario, pero interpretados a partir de una marca exterior que se juzga como grotesca en la sociedad que habitan, como la sordera de Harry Singer, el protagonista de su primer éxito, El corazón es un cazador solitario (1940); el gigantismo de Miss Amelia y el enanismo de su primo Lymon, en La balada del café triste (1943) o la homosexualidad —nunca declarada, pero padecida— del comandante Penderton en el libro de 1941 que abre este escrito.
«Su talento narrativo sigue siendo uno de los pocos felices logros de nuestra cultura»
Gore Vidal
Aquella ordinaria falta de oscuridad de sus personajes, bien que lo sabía el español Ramón del Valle Inclán, nos pone en presencia de esperpentos que nombran en inglés su desamparo existencial. Seres parecidos a lo peor de nosotros que demuestran que lo natural es monstruoso. Sin embargo, lo particular de la autora no son sus personajes anormales, ni siquiera porque simbolicen los aspectos más grotescos de la realidad social del sur de Estados Unidos con el propósito de criticarlos, ni el contraste entre el fracaso y el éxito que ha construido las mejores narraciones sobre el mito del sueño americano al que los Fitzgeralds, Dos Passos y Hemingways de su época deben las mejores páginas de sus novelas, lo que la convierte en una autora singular del país donde nació hace 100 años y murió hace 50 es su certera descripción del aislamiento, habitual entre los humanos, a pesar de que hemos nacido para estar juntos y, en esencia, nos definimos por nuestro espíritu gregario.
«He encontrado en sus obras una intensidad y una nobleza de espíritu como no ha habido en nuestra prosa desde Herman Melville»
Tennessee Williams
Como el aislamiento es el asunto que atraviesa todas sus obras, incluso su narrativa más breve, el problema fundamental de su literatura es la relación con el otro en su forma más intensa: el amor. “Hay el amante y el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas”, escribe en La balada del café triste: “Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante”. El resultado de esa ley de vida es el desamparo. Y he aquí que el círculo se cierra para el amante porque “conoce entonces una soledad nueva y extraña que le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible”. La misma McCullers en vida ejerció ese sentimiento: primero, por el marido con el que se casó dos veces y con quien casi no vivó porque la atormentó hasta el día de su suicidio, en 1953, Reeves McCullers, y, luego, por escritora suiza Anne Marie Clarac-Schwarzenbach, hospitalizada por problemas mentales, en 1940. Se trata del matrimonio perfecto entre vida y obra. En sus memorias incompletas Iluminación y fulgor nocturno dice que en las personas existe una profunda necesidad de integración espiritual con algo superior a ellas, que a veces puede ser un dios aunque casi siempre es la otredad, pero “su tradición social” las obliga a buscar la individualidad y el aislamiento. Y la escritora que quiso ser pianista lo sabe bien, porque toda su vida —transcurrida entre las felices resacas de sus celebraciones desde que a los 18 años se publicara su primer libro y las penas de una fiebre reumática mal diagnosticada, que terminó con su vida en 1967— fue una batalla entre el amor con frecuencia platónico y la soledad, casi siempre acompañada por los amigos.
Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com