En su novela Confesión, Martín Kohan narra la historia reciente argentina en tres tiempos
Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) ha escrito una novela donde lo siniestro no se nombra, pero está presente todo el tiempo. Se llama Confesión y se divide en tres partes —“Mercedes”, “Aeroparque” y “Plaza Mayor”— que se ambientan en distintos momentos del siglo XX y en los cuales Jorge Rafael Videla es un personaje referencial. El argumento no va de detenciones arbitrarias, torturas ni asesinatos de Estado; tampoco sobre la apropiación indebida de menores durante el gobierno de facto autoproclamado “Proceso de Reorganización Nacional”. Por eso no puede leérsela como un libro político ni como el género de la novela del dictador. Se trata más bien de cómo lo indigno convive con total naturalidad en lo cotidiano.
En la primera parte se cuenta la fascinación que, sobre Mirta López, una joven de doce años, ejercía el también adolescente hijo mayor de los Videla, a quien habían bautizado con el nombre de los dos hermanos gemelos muertos que lo antecedieron. La chica ventila las ansiedades que le causan sus primeros apetitos sexuales en confesión con el padre Suñé, que sirve de guía tormentoso de los descubrimientos del cuerpo. “Ignoraba, todavía, qué eran pensamientos lúbricos; pero intuyó que no los había tenido, y entonces dijo que no. O bien supuso, por sentido común podría decirse, que, no sabiendo lo que eran, seguramente no los había tenido”, explica el narrador, que es el nieto de Mirta López. Y es en la relación de ese narrador y de su protagonista donde Kohan establece la primera figura retórica que señala cómo la inclinación a la maldad es mucho más natural de lo que pensamos —la “banalidad del mal”, decía Hannah Arendt—. Porque Mirta López es una metonimia de la fascinación por el poder, aunque ni ella ni su nieto lo aceptan: “El hijo mayor de los Videla parecía hecho de acero. Cuando se arrodilló para rezar, bajando la cabeza en la oración, su nuca resplandeció y se tensó, se iluminó como las revelaciones, le sugirió trascendencias. Ella tembló. Un éxtasis de divinidad la invadió y juntó las manos para dar gracias a Dios”, escribe Kohan. Porque los tiranos también son hombres y existen mujeres que se enamoran de ellos.
«El hijo mayor de los Videla parecía hecho de acero»
En cambio, “Aeroparque” propone un sinécdoque en donde los personajes de David, Martín, Pepe y Érica representan una mínima parte de la oposición a Videla, además de todas las veces que esta se estrelló contra aquella figura enorme. Kohan novela allí un intento de asesinato contra el dictador acaecido el 18 de febrero de 1977, el cual ha quedado asentado en la historia con el nombre de Operación Gaviota. Entonces, la organización guerrillera de izquierda llamada Ejército Revolucionario del Pueblo colocó dos bombas bajo la pista del Aeroparque Jorge Newbery de la ciudad de Buenos Aires, pero solo una estalló una mañana en que el Videla viajaba con el objeto de participar en actos protocolares en la plataforma General Mosconi de la ciudad de Bahía Blanca, con el ministro de Economía, el secretario general de la Presidencia, el secretario de energía y otros dos militares de alto rango. “No buscaban el terror, sino todo lo contrario”, escribe el autor: “Buscaban golpear el terror para así insuflar al pueblo la confianza de que se podía luchar contra el régimen, de que se podía derrotarlo”. El saldo fueron una muerte y 26 personas heridas, pero nada cambió en la dictadura. Días después del atentado, el único apresado fue un guerrillero al que apodaban “la Tía” y que su nombre era Martín —“el sobrenombre de su falso nombre porque no se llamaba Martín”, aclara el narrador—.
«No buscaban el terror, sino todo lo contrario»
Los dos episodios anteriores se conectan en la tercera y última parte, “Plaza Mayor”, en donde un nieto juega cartas con su abuela nonagenaria, una tarde de domingo que la visita en la residencia de mayores donde vive. La inocente escena encubre una conversación sobre la desaparición de su padre. Aquí Kohan muestra su talento para establecer atmósferas a través de los diálogos, construir mundos enteros de verosimilitud y presenta bajo una imagen de aparente naturalidad, una confesión que sirve de columna vertebral a toda la novela. Pero, en realidad, no es una confesión. O por lo menos no una como las que la joven Mirta López tenía con el padre Suñé. No hay remordimiento ni culpa, sino una anciana senil, que en un raro momento le cuenta a su nieto lo que se había guardado. “Pensé: mejor preso y aguantando la cárcel que con veinte balazos en el cuerpo”, le escucha el nieto decir sobre su padre: “En ese tiempo mataban gente todos los días”.
Si las dos partes anteriores pueden leerse como las figuras retóricas de la metonimia y de la sinécdoque, a esta puede identificársele con la metáfora, porque en el sentido donde se figura la inocencia de la abuela —que era la misma joven que fantaseaba con el adolescente Videla— hay una manera de pensar que mantuvo durante años a los argentinos condenados a un gobierno atroz. Y he aquí que Confesión es una enorme figura retórica a través de la cual Kohan nos habla de la responsabilidad que, en el fondo, todos tenemos de la ignominia que nos tiraniza.
Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora de la novela Malasangre (Anagrama, 2020), del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com