En Desierto sonoro, Valeria Luiselli llena con ecos el espacio de la violencia
¿Qué son los menores de la crisis migratoria centroamericana sino las víctimas más vulnerables de una tragedia histórica? En Desierto sonoro, Valeria Luiselli reflexiona sobre la violencia a la que se enfrentan esos niños a partir del recuento del último viaje que una familia emprende entre el East y el West Coast de Estados Unidos y, más exactamente, entre las realidades de Nueva York y la del desierto de Arizona. El tema se relaciona con el de su ensayo Los niños perdidos. En ese libro de 2016, la escritora mexicana residenciada en Estados Unidos reflexiona sobre la nacionalidad y la sensación de pertenencia desde el cuestionario de admisión para los miles de niños indocumentados que permiten a los abogados migratorios estadounidenses procesar sus casos.
Como las narraciones arquetipales del viaje y la aventura y el éxodo, el movimiento entre este y oeste que propone Desierto sonoro es también un desplazamiento sobre un mapa mental de Estados Unidos. Porque, como la autora misma propone, todas las historia cuentan, en el fondo, un traslado. La tercera novela de Luiselli, después de Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013) equipara el traslado de una familia en automóvil con los exilios y migraciones de cientos de personas, en la actual diáspora centroamericana, y en el histórico el traslado de los apaches chiricahuas que es la obsesión del padre, inspirador del viaje porque quiere conseguir los sonidos perdidos de los apaches en las rocosas montañas del oeste. “Todo el mundo se va, si necesita irse, o puede irse, o tiene que irse”, reflexiona la primera de los dos narradores que tiene la novela, casi al principio.
Los ecos: la forma y el fondo.
La novela tiene cuatro partes de longitud variable, siendo más largas las iniciales, que juntas abarcan 350 de las 458 que tienen el libro. “Sonidos familiares” y “Archivos de Eco” son las primeras, donde la madre narra desde la primera persona. Allí se introducen las líneas argumentales con la descripción del aislamiento de los miembros de la pareja y las posibilidades de separación de la familia, así como también el conflicto de los niños migrantes y el interés del padre en la historia de los aborígenes americanos. A partir de la segunda mitad de la novela, el registro de los acontecimientos corresponde al punto de vista del niño, narrado en segunda persona, en estilo epistolar y dirigido a su hermana menor. El clímax se desarrolla en la tercera sección, “Apachería”, cuando los niños, identificados con los nombres ficticios de Pluma Ligera y de Memphis, deciden emprender aparte su propia aventura. La cuarta parte, como es predecible, se dedica al desenlace.
Pero si la experimentación es la marca estilística de la autora, su contenido es lo que termina por enganchar al lector. ¿Cómo contribuye una novela a mejorar la situación precaria de los niños de la diáspora centroamericana?, ¿por qué debe un discurso artístico tener una finalidad?, ¿qué derecho tiene Valeria Luiselli, o cualquier otra persona dedicada a la escritura, de contar la historia de otros? Esas y otras son las preguntas que palpitan dentro de Desierto sonoro. Y en esas preguntas está el valor fundamental de la novela, que es el de la ficción misma: la necesidad de servir de documento a la ignominia y desmontar los eufemismos que añaden violencia simbólica a la tragedia de esos menores. Los eufemismos que “borran, recubren (…) conducen a tolerar lo inaceptable» y, «tarde o temprano, a olvidar”. Este es el caso de términos como “remover” o “desplazar”, que en tiempos de los apaches significó “expulsar y despojar a la gente de sus tierras” y ahora quiere decir “expulsión de la gente que solicita asilo o ayuda”.
Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com