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Juan Carlos Chirinos: Francisco de Miranda, el círculo y el anillo

El estudiante sube el primer peldaño con la emoción y el entusiasmo que solo la ingenuidad proporciona. En el segundo, en el tercero, los obstáculos van modificando su actitud porque un fracaso tras otro le van enseñando que el ascenso era más complicado de lo que esperaba. A medio camino, entregado a juergas y a la vida irresponsable, se aparta de su objetivo, que es coronar la cima. El fracaso lo acecha. Después de la celebración y la voluntaria inconciencia, viene el recogimiento e, inevitablemente, el doloroso aprendizaje de que cada cosa tiene su momento y su mesura. Justo antes de coronar la cima, cual caballero que se enfrenta al infiel, la ruta exige un último y descomunal esfuerzo pues, allá arriba, la satisfacción de ser el “estudiante perfecto”, metáfora de Cristo, lo aguarda como premio último en el camino de la sabiduría.

Tal es la aventura que nos cuenta la escalera de la Universidad de Salamanca que, junto a la fachada plateresca, constituye uno de los tesoros más ricos de la famosa y más antigua universidad española. Mientras ascendemos, podemos contemplar los bajorrelieves esculpidos en piedra de Villamayor que van historiando el camino del estudiante antes de alcanzar la meta, esto es, su graduación. La ruta 12 es parecida a la del buen cristiano, o el buen caballero: debe vencer las tentaciones de la carne y los vicios más conspicuos, padecer las consecuencias de los excesos y enfrentarse a sus propios miedos y debilidades antes de alcanzar el estado de pureza. Aquí, el estudiante es empujado al lujurioso trato con la carne; allá, rejonea un toro que lo embiste enfurecido; más arriba, ataviado como guerrero musulmán, sube en procesión hacia el destino final, el estudiante perfecto, metáfora del Mesías cristiano, el ejemplo a seguir. Si logra salvar cada peldaño de la escalera, entrará en el recinto de la sabiduría, es decir, llegará a la “Librería”, la antigua biblioteca situada en la planta superior del edificio.

Los constructores de esta escalera, los mismos que realizaron el programa gráfico de la famosa fachada salmantina, tuvieron en mente la tradición medieval según la cual el “caballero perfecto” debe superar sucesivas pruebas antes de alcanzar el anhelado estado. Como Perceval, el estudiante debe ascender por esa “vertical constructiva”, como diría Erwin Panofsky, en la que su ser se transformará. El caballero perfecto lo es porque comienza siendo el peor de todos ellos, el que transgrede todas las leyes del amor cortés y las estrictas normas de la caballería, pues la única manera de alcanzar la perfección es preparándose para ello.

Antes del despojo es necesario tener algo de qué despojarse.

Alejada de prestigiosas instituciones como la Universidad de Salamanca, pero emulando casi sin querer sus postulados, la vida de Francisco de Miranda, Generalísimo de los ejércitos libertadores de Venezuela durante la Primera República, fenecida en 1812, transcurrió como el viaje de un Ulises de cuya Ítaca fuera expulsado solo para verlo regresar. Conocido como el “Precursor” de la independencia venezolana, nunca tuvo la oportunidad de completar sistemáticos estudios académicos, entre otras causas, por el egoísmo y la mezquindad de algunos de sus conciudadanos, que lo trataron como un forastero. A menudo obligado a fingirse en posesión de títulos universitarios que lo acreditaran, quizá no se dio cuenta de que su mejor aval era el vasto cúmulo de conocimientos que poseía y las varias lenguas, clásicas y modernas, que manejaba con fluidez. Estudiante autodidacta, su curiosidad, como la de Leonardo da Vinci, nunca tuvo límites, y el incesante viaje que fue su vida le permitió no solo acceder a los libros más actuales y a los clásicos de siempre en excelentes, a veces hermosas, ediciones, sino que le ofreció la oportunidad de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, y conocer y tratar a los personajes que modificaron el panorama político de los siglos XIII y XIX: George Washington, Samuel Adams, William Pitt, Catalina de Rusia, el príncipe Potemkin, Napoleón Bonaparte y Simón Bolívar; él mismo pertenece a esa estirpe de protagonistas de una historia que, querámoslo o no, fue el inicio del curso que el continente americano ha tomado hasta nuestros días.

«La vida de Francisco de Miranda, Generalísimo de los ejércitos libertadores de Venezuela durante la Primera República, fenecida en 1812, transcurrió como el viaje de un Ulises de cuya Ítaca fuera expulsado solo para verlo regresar»

La vida de Miranda también es un work in progress que va quedando plasmada en su monumental Archivo, iniciado apenas se hizo a la mar por vez primera en 1771, cuando aún era un joven de 21 años. Los diarios, las notas, memoriales y demás documentos fueron agrupados concienzudamente bajo un sonoro nombre: Colombeia o, lo que es lo mismo, «los papeles sobre Colombia». La palabra, que tendría una fortuna desigual, la tomó Miranda prestada de una canción revolucionaria dedicada a George Washington y escrita por Phillis Weatley, antigua esclava, africana de nacimiento.

El vocablo encierra uno de los archivos personales más completos y divertidos sobre el siglo XVIII e inicios del XIX, y luego sería utilizado por Bolívar para bautizar al país que él imaginaba unido y próspero, pero que se mostró arisco con él: la Gran Colombia, de efímera existencia. No obstante, Colombeia queda como testimonio del nacimiento de un pensamiento nuevo, influido por los cambios en Francia y Estados Unidos; queda Colombeia como voz correlativa a esa Paideia que alude a la formación educativa de un pueblo, de la conciencia de un pueblo. Pues no otro fue el objetivo de Miranda sino el de llevar luces a su patria, aún ausente de los aires modernos de las revoluciones. Y queda el Archivo, desde luego, como océano casi insondable para adentrarnos en la conducta, las emociones y los pensamientos de un hombre que viajó varias veces de América a Europa y de Europa a América, siempre planificando, siempre organizando, siempre elaborando un memorando o planeando la mejor manera de llevar a cabo una acción militar… siempre amando.

«La vida de Miranda también es un work in progress que va quedando plasmada en su monumental Archivo, iniciado apenas se hizo a la mar por vez primera en 1771, cuando aún era un joven de 21 año»

La finalidad de esta aproximación biográfica es la de trazar ciertas líneas que muestren al lector contemporáneo la compleja personalidad del Precursor y el delicado y muy difícil tiempo que le tocó vivir. Porque todo estudio o comentario biográfico termina siempre como la pesquisa documental de una vida que ya fue y que jamás asiremos del todo, y sobre la cual corremos el riesgo de apreciar desde una sola perspectiva, el deseo del autor es que este libro quede tan “abierto” como el Archivo al que recurrirá en numerosas ocasiones. Mas, como dice Ortega y Gasset, “un libro de ciencia tiene que ser de ciencia; pero también tiene que ser un libro”: que este libro no desoiga ese consejo es la esperanza de quien lo escribe.

La línea cronológica sirve de camino de unión entre los puntos de partida y de llegada en la vida del biografiado. Cuando el Generalísimo salió de su Caracas natal inició el trazo de un anillo que solo admitía una vía: la del regreso. En la estructura anular de su viaje, dos ciudades serán fundamentales para la inteligencia de la metáfora sobre el inicio y el final de su vida: Caracas y Cádiz. En la primera –lugar de nacimiento– una palabra muy usual en el español de Venezuela, una exclamación de rendición, cerraría en 1812 el ciclo iniciado cuarenta años antes: ¡Bochinche!

Frustrado por la incomprensión que hallaría entre sus compatriotas o demasiado europeizado él para esas latitudes, el Precursor se entregó a sus verdugos, anciano y sin fuerzas ya para luchar, a pesar de que no dejó de escribir cartas solicitando su liberación, e incluso preparando una fuga a pocos días de su muerte. ¡Bochinche! —su expresión más recordada, lúcida metáfora de buena parte de la idiosincrasia hispanoamericana— fue el último acto de rebeldía de este Ulises no bienvenido, más bien Agamenón, el “Primus Inter Pares”. Como el jefe aqueo, regresó a casa haciendo demasiado ruido y puso en guardia a los que se erigirían en sus peores enemigos, los mezquinos compatriotas que más de cuarenta años antes lo habían forzado a exiliarse, y que no perdieron la oportunidad de entregarlo como botín de guerra para salvarse a sí mismos.

«La finalidad de esta aproximación biográfica es la de trazar ciertas líneas que muestren al lector contemporáneo la compleja personalidad del Precursor y el delicado y muy difícil tiempo que le tocó vivir»

El otro círculo de esta estructura anular (¿anillo de Möbius cuyos lados se confunden continuamente?) se cierra en Cádiz, en 1816. Su padre había emigrado de las Canarias a América, expulsado por la fuerza de la naturaleza, hacia una patria donde lo recibieron paisanos y donde pudo formar una familia y prosperar económicamente; él regresaba de Caracas encadenado, condenado y, mucho peor, absolutamente frustrado. La ciudad que lo vio desembarcar por primera vez en el continente europeo, lleno de esperanzas e ilusiones, la Cádiz que lo recibió en 1771 con los brazos abiertos y donde se compró sus primeros trajes, lo verá llegar derrotado; y, a los sesenta y seis años, Miranda cierra el círculo de su vida en la enfermería de la prisión de La Carraca. Había tenido amigos, proyectos, cientos de amantes (en este aspecto fue, a qué dudarlo, un nómada sentimental), entre las que quizá se puede contar —solo son especulaciones— a una madura Catalina de Rusia; había enfrentado a sus enemigos con dignidad, había presenciado los acontecimientos más importantes de su siglo, las Revoluciones estadounidense y francesa, el inicio de la independencia de Venezuela; se había salvado de la guillotina del Terror y de las intrigas palaciegas de media Europa; había encontrado la paz conyugal en su fidelísima Sarah Andrews; había elaborado un proyecto de Incanato: pero quizá nunca el anillo se cerró coronando el estado de “caballero perfecto”, no pudo concluir el ascenso del buen estudiante representado en la escalera salmantina; su vertical constructiva se vio truncada varias veces y en vez de un final feliz, la historia concluye en el nadir más injurioso de todos: un catre maloliente y un taburete descosido en una celda húmeda y oscura. Sus restos desaparecieron en una fosa común, y el sarcófago abierto esperándolos en el Panteón Nacional de Caracas así lo atestigua. Tal vez por eso, la construcción de Colombeia aún siga in progress; quizá aún estemos buscando esa identidad que nos libere del bochinche y la confusión que él percibió con lucidez, el desorden que ha hecho de este territorio llamado, quizá con injusticia, Latinoamérica, el caldo de cultivo de los más terribles “demófagos”, gobernantes devoradores de pueblo, como diría Homero, y subrayaría Miranda mismo en su edición de la Ilíada. Quizá todavía haya muchas lecciones que aprender de este nómada sentimental. Quede en las páginas que siguen la vida de este caballero imperfecto como lección.

 

Juan Carlos Chirinos (@juance) Ha publicado los libros de relatos La manzana de Nietzche (2016); Leerse los gatos (1997), premio de la embajada de España en Venezuela, Homero haciendo zapping (2003), premio de la bienal Ramos Sucre y Los sordos trilingües (2011); las novelas El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), finalista del premio internacional de novela Rómulo Gallegos, Nochebosque (2011) y Gemelas (2013). Ha trabajado ampliamente el género de la biografía en los libros La reina de los cuatro nombres: Olimpia, madre de Alejandro Magno (2005), Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer (2004) y Albert Einstein, cartas probables para Hann (2004), seleccionada esta última por el Ministerio de Educación de México para las escuelas de educación básica.

 

El texto reproducido aquí es la introducción a la reedición en España que hace Editorial Renacimiento de su biografía Miranda, el nómada sentimental, publicada por primera vez en Venezuela en el año 2006.

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