La poesía de Zinaída Hippius: buscar los límites y no tocarlos
La aparición de la poesía de Zinaída Hippius en castellano, gracias a la editorial Somos Libros, nos permite acercarnos a una poeta poco conocida. Para definirla podemos contrastarla con su esposo y cómplice, Dmitri Merezhkovski. Andréi Bely, el autor de la novela símbolo Petersburgo, siempre encontró al marido, por comparación, diminuto, delgado y renegrido, cuando lo veía aparecer del brazo de ella. Al abrir la boca, el tono de la voz del padre del simbolismo ruso sonaba al balido de una oveja. Parecía increíble que esa mezcla de “sacristán y un funcionario” se hubiera propuesto cambiar el mundo.
El matrimonio vivía en la casa Muruzi, un elegante nido de escritores en San Petersburgo. Desde la alta ventana del cuarto piso, podían ver claro el horizonte. Hippius y Merezhkovski creían que el mundo que conocemos se reduce a un mero reflejo simbólico de otra capa superior, más real, menos imaginaria, eterna. Lamentaban su propio nacimiento, caídos en un estéril lapso temporal, esperando la llegada de las figuras divinas venideras. Se consolaban con que una nueva tierra y un nuevo cielo emergerían pronto, después del colapso del presente. En consecuencia, al asomarse al ventanal, Hippius a menudo veía que el pálido cielo le “prometía portentos”.
Un dolor inexplicable la perseguía, al llenársele la vida de humillaciones. Para curarlo, garabateaba poemas, los cuales, según ella, tenían la esencia de “oraciones indescifrables”, plegarias dirigidas a la divinidad culpable de todo, hacia Él. Al redactar sus versos, debía adentrarse en las “tinieblas de mi alma atormentada”. Tras hacerlo, intentaba superar el dolor de mirarse. En consecuencia, se pasaba las noches en vela, hasta entrar en un trance maniaco, entonces declaraba cosas como “las flores escuchaban todo lo que pienso” y, por eso, creía que querían envenenarla.
Cotidianidad.
Sentada a ras del suelo, sobre la gruesa alfombra, se colocaba de cara a la estufa. A su espalda, a través de la ventana, se colaba el crepúsculo primaveral, congelado bajo una nieve azul y rosa. En esas horas, sentía que habitaba el mal, pues las criaturas parecían muertas; no podía confiar del todo en lo que pensaba o sentía entonces. Tras velar sus pensamientos, se iba a la cama al amanecer.
Se levantaba tarde —es decir, por la tarde—, y esperaba a los invitados. Por el hogar de Hippius pasaron (algunos para no volver jamás) muchos intelectuales muy reconocidos de San Petersburgo. Ella, recostada en su canapé cuan larga era, recibía a las visitas. Al entrar, los contertulios, a duras penas, intentaban no tropezar, evitando los altos pliegues de las alfombras. Al fin se sentaban alrededor del mantel helado, “como un blanco sudario”, en donde aún estaba la vajilla sucia de los días anteriores. Ante los convidados, Hippius podía mostrarse con un desapego fascinante. O pasar a la invectiva, a una agria sinceridad sin disimulos.
Incluso, para discutir, no hace falta que haya alguien cerca. En la muda madrugada, imaginaba disputas. Si el marido, encerrado en su estudio, salía y pronunciaba alguna de sus ocurrencias, ella le respondía un “eso no tiene ni pies ni cabeza”, que terminaba con la discusión. Hacía tiempo que, de marido y mujer, pasaron a ser un par de viudos. “Siempre que estamos a solas, hay un muerto que habita entre los dos”. A él lo poseía el espíritu de su joven yo. Ese que la miraba “con tus ojos, con tus mismas pupilas”. Por lo tanto, sus palabras, sus gestos, todo él, tenían un “lánguido olor a podredumbre”. Con los años, Hippius llegó a la conclusión de que no amaba al esposo, al igual que tampoco, en el fondo, amó al novio.
Lo que la llenó de gozo, ya que se alegraba con los finales, con la muerte, pues con ellos las pasiones cesaban, con lo que podía quedarse en paz. Es más, guardaba con celo los recuerdos de un amor no correspondido, el más feliz según su contraria sensibilidad, una emotividad que ella comparaba con la electricidad. Como en el cable, para que la bombilla ardiera, se unían la energía de dos polos incompatibles, necesitaba la luz y la oscuridad, el triunfo y la derrota. Lo que sea, antes que quedarse a medias.
Su aspecto también sufría transformaciones, de un extremo a otro. Combinaba vestidos de largas colas, blancos o negros, ceñidos al cuerpo para que los fruncidos indicaran su desnudez tras la tela, con trajes masculinos, pantalones, mallas de paje medieval o severas chaquetas. Se tiñó su pelo largo y rubio de un rojo llameante.
Otro mundo.
Siempre insatisfecha, anhelaba lo que “no está en este mundo”. Descontenta, tanto con los encontronazos como con las alegres comuniones, decidió acabar con los encuentros en su casa. A partir de ese momento, fundaría una Iglesia Doméstica, en donde se veneraría a una Hermandad Trina (Troyebratstvo). Sus miembros: Merezhkovski, Hippius y Filósofov, en el cual ella había reconocido a un igual, que no aceptaba la vida tal cual es, ni sabía cargar con el peso de la realidad. Ambos compartirán algo más que una amistad, un deseo de acercarse a los límites, pero sin atreverse a sobrepasarlos. Los rituales de la trinidad se consideraron blasfemos, pero, según la poeta, las irreverencias, necesarias en igual medida que el rezo, no había que expiarlas. Mientras, esperaba que sucediera lo que nunca pasará. Una sed de transformación compartida por otros.
La revolución roja le hizo ver el “enorme tamaño de aquello que quise”, y lo poco que logró —“lo poco que osaste”, se decía. En la calle, ante el fervor provocado gracias al desfile de tropas bolcheviques, se dio cuenta de la facilidad con la que uno cree al que más chilla. Ella, que esperaba el canto de un gallo, el grito que iniciara un nuevo tiempo, un nuevo ser al que seguir, encontró que los nuevos dioses no se parecían a los que imploraba. El avance de los soldados la hizo abandonar su tierra, no sin antes gritar algunos insultos, desde su ventana a la calle, a la tropa que marchaba abajo. Pero Hippius encontró felicidad en sus necesarias huidas de las apretadas filas alemanas y rusas, confortándose en las “ventajas de su espíritu libre”. Ella, que se regocijaba ante la llegada del caos del último final, no supo prever lo vulgar y sangriento del mismo.
Antonio Palacios colabora con las revistas Estación Poesía, Clarín, Letralia, El Coloquio de los Perros, Ariadna y Revista de Letras, entre otras. Publicó Yo sombra, en 2018, un libro que se comprende de una novela, un libro de entrevistas, una guía de viajes, una sátira y un ensayo poético sobre la verdadera naturaleza de los sevillanos.