Las armas proféticas de Anna Ajmátova en las memorias de su amistad con Mandelstam
El libro Mandelstam, traducido por Marta Sánchez-Nieves y Arturo Peral y editado por Nórdica, incluye los recuerdos de Anna Ajmátova sobre Ósip Mandelstam, además de algunas cartas y poemas intercambiados por estos dos amigos que sufrieron la persecución del estalinismo. En la publicación se rememoran días como aquel de enero de 1914, en El Perro, un oscuro y fresco local en la plaza Mijáilovski de San Petersburgo, cuando Ajmátova, sobre el escenario, hablaba con un conocido. Alguien en la sala le pidió que recitara, en voz alta para que todos lo escucharan. Poco a poco, mientras se erguía, dijo sus versos de forma tan natural como el movimiento de su cuerpo. Mandelstam se acercó a ella, preso del encantamiento del gesto sencillo de la trovadora, durante el cual pudo escuchar el silbar “ardiente de un ave de presa” y ver “truenos de seda” —según cuenta en el libro—. Una fascinación nada fácil de conseguir en aquel duro crítico. Una vez, en ese mismo antro, mientras todos cenaban, Maiakovski empezó a declamar su poesía por encima del ruido de la vajilla. Al terminar, Mandelstam se le aproximó y le espetó: “déjelo, que usted no es una orquesta rumana”. El feroz futurista enmudeció ante un ataque de ira tan extraño y terrible, propio de su genio.
El embrujo de Ajmátova hizo a Mandelstam crear un enigmático y empantanado poema que la convertía en un ángel negro en la nieve. Ante ella, el poeta confesó que no sabía escribir a una mujer y sobre una mujer y resolvió no publica aún el poema. Solucionó este problema con el paso de los años y de los amores, y a la mayoría de las damas Ajmátova las conoció, pues la confianza la convirtió en confidente de Mandelstam. A Anna Mijáilovna Zélmanova-Chúdovskaia, pintora bella como un cuadro, no logró escribirle ni una línea, cosa que lo atormentó. No se sentía capaz de plasmar su amor en tinta. Algo que logró con Tsvietáieva. Al fin, Salomeia Andrónikova quedó inmortalizada en el libro Tristia, junto a una amplia alcoba de una casa isleña.
Tanto fue su dominio tardío del arte de la poesía amatoria, que incluso destinó una profecía a su amiga Ajmátova, que la situaba en una enloquecida fiesta junto al río Nevá, durante la cual ella perdería el pañuelo que le sujetaban los cabellos por culpa de los espasmos de un baile repulsivo. Para alcanzar la belleza, el vate tiene que decir la verdad. Es por eso que sus versos acaban convirtiéndose en proféticos. Si ha pasado, volverá a pasar. Al leer un poema tenemos que tener en cuenta que, pronto, lo comunicado ahí se convertirá en un recuerdo pasado el tiempo. Y en ese momento se cumplirán incluso los más débiles detalles.
En el verano de 1924, Ajmátova conoció a Nadezhda Hazin, la joven esposa de Mandelstam, a la cual piropeó llamándola “interesante”, ocultando que la encontró, en realidad, algo desastrada. A pesar de la mala impresión en su primer encuentro, desde ese instante se inició entre ambas una amistad sin conclusión. Las pruebas de la pasión furiosa de Mandelstam por su pareja fueron numerosas: cuando a ella le extirparon el apéndice, él no salió del hospital, viviendo en una esquina de la portería del lugar. Ella era, además, la única a quien pedía consejo antes de escoger una palabra.
Pero en esa época, Mandelstam empezó a ofrendar odas a una nueva amante: la Revolución rusa. Según su credo, las poesías surgían tras fuertes conmociones, iguales al ardor del enamoramiento o la revuelta, ambos, por tanto, idénticos. Pero, con la llegada de Iósif Stalin, cometió el delito de dedicarle un anónimo que acabó con su nombre y su carrera literaria. Durante sus arrestos, sus encarcelamientos, se sentía como una página arrancada, pisoteada, llevada por el viento. Incluso, en el momento cuando le leyeron la sentencia, se preguntó si sería más llevadera si la hubieran versificado. En su confinamiento, nunca lanzó ni una sola hoja al fuego, aunque sufría un frío de muerte: leer poesía le calentaba mucho más que la estufa.
En los duros años después de haber estado en la cárcel, Mandelstam y su familia no tenían dónde pasar la noche. Una vez, Ajmátova los acogió en su casa de Fontanka. Hizo de su diván un lecho para él. Ahí se quedó dormido en cuanto se tendió. Pero, de repente, se despertó y, al notar la presencia de la anfitriona, le regaló unas estrofas. Ajmátova las repitió, a lo que él respondió un “gracias”, antes de volver a cerrar los ojos.
Mandelstam murió con la convicción de que si no se hubiera armado con palabras, nadie se le hubiera acercado.
Antonio Palacios colabora con las revistas Estación Poesía, Clarín, Letralia, El Coloquio de los Perros, Ariadna y Revista de Letras, entre otras. Publicó Yo sombra, en 2018, un libro que se comprende de una novela, un libro de entrevistas, una guía de viajes, una sátira y un ensayo poético sobre la verdadera naturaleza de los sevillanos.