Nell Leyshon: “Cuando escribo, mi cabeza se divide como un caleidoscopio”
Durante décadas, un temor recurrente en la carrera literaria de la británica Nell Leyshon ha sido que alguien la obligara a escoger entre sus dos grandes pasiones: la narrativa y el teatro. Pero una muestra de su éxito es que nadie —ni críticos ni audiencia, ni siquiera ella misma— se ha atrevido a ponerla en semejante trance; hubiera sido como pedirle escoger entre respirar o comer, por su puesto. Lo que ha ocurrido es una intensa progresión de su obra en dos caminos paralelos que han terminado contagiándose uno de otro, en un estilo que con cada novela y cada obra de teatro adquiere características propias, pero se fundamenta en la convicción de que no existe representación sin la teatralidad ni novela sin el mundo interior de los personajes. Es ese deleite en la consciencia de los protagonistas lo que distingue a sus novelas, como en el caso del descarado y vivaz protagonista de El show de Gary (2016) o de la quinceañera Mary que aprende a leer y a escribir en el siglo XIX para contar su historia en Del color de la leche (2013), libro que ha dado cierta celebridad a Leyshon en el mundo hispanohablante. Los mundos interiores disímiles y contrapuestos de un niño y su madre son la materia prima de El bosque, su más reciente libro, traducido por Inga Pellisa y publicado por de la editorial Sexto Piso España. Ambientada en Varsovia durante la ocupación nazi, la novela describe el mundo infantil de Pawel y de su madre, Zofia, cuando son bruscamente perturbados por la aparición de un piloto británico a quien su familia debe proteger, por lo cual ambos terminan escondiéndose en el bosque.
Como un enorme vientre, el bosque palpita en el centro del libro; es una metáfora de lo materno, pero también de lo transformador. Y si bien la anécdota de la vida real que desencadenó el argumento fue la historia del ilustrador polaco Jan Pienkowski, quien debió esconderse en un bosque durante la Segunda Guerra mundial, lo que cuenta la novela es lo radicalmente diferentes que parecen ser los mundos en los que se mueven hombres y mujeres. “Zofia percibe el tono de su voz. La adrenalina. El mundo de la guerra y los hombres, esa sensación de estar haciendo al fin lo que vinieron a hacer aquí. Luchar”, piensa la madre de Pawel sobre su esposo: “En adelante, hablarán del color de la sangre, la carne hendida. Hablarán de fusiles y paracaídas”.
—Ha dicho antes que comenzó a escribir después de ser madre: ¿Qué relación hay entre una y otra condición?
—A los 25 años, yo vivía en Madrid y quería escribir, pero no podía. aún no tenía la suficiente educación para ello. Así que volví a Inglaterra para estudiar y justo en esa época tuve mi primer hijo. De hecho, fue cuando mi segundo hijo cumplió los seis meses que me puse a escribir seriamente. No estaba tratando de probar nada, solo me pasó: no podía dejar de escribir.
—La maternidad es un cambio enorme en la vida de una mujer.
—Es extraña. Dar a luz es la cosa más primitiva que he hecho en mi vida. La maternidad te lleva al territorio de los instintos. Un hombre puede seguir con su vida sin grandes perturbaciones. Como mujer, tú eres una persona independiente, pero cuando te conviertes en madre, te divides, dejas de ser el centro de tu mundo para convertirte en un planeta que da vueltas alrededor de tu hijo, el nuevo sol. La paradoja de ser madre es que tienes profundas emociones, pero no puedes ser el centro de tu mundo. Con mis hijos me llegó una consciencia mayor de mi persona, pero ya no podía ser el centro. Fue en ese momento cuando comencé a escribir. Pero no puedo decir si lo que me llevó hasta allí fue la maternidad, la educación o la autoconsciencia.
—El color de la leche y El bosque tienen en común la fuerza de los personajes femeninos, pero el estilo de cada uno difiere. Esto tiene que ver con el tratamiento del lenguaje: ¿Qué dificultades encontraste en una novela que fueron ventajas en la otra?
—Cierto. En ambas novelas los personajes femeninos son fuertes, pero en la primera escogí mostrarlo a través de un lenguaje simple y, en la segunda, opté por descripciones muy meticulosas. En ambos casos tuve que hacer mucho trabajo antes de sentarme a escribir. Para mí existen dos maneras de trabajar narrativa. La primera es escribir una novela a partir de la voz de un personaje, como hice en El color de la leche. Es la gloria porque puedes explorar la interioridad y el lenguaje de ese personaje, pero al mismo tiempo estás constreñida porque, para no suspender la credibilidad del lector, no puede salir nada de ti, sino solo del lenguaje de Mary. Es como si lo escribiera otra persona; como si te convirtieras en otra persona. En El bosque quise escribir de una manera más convencional. Lo que básicamente hago es comenzar por los temas que me interesan. Gran parte de mi escritura comienza cuando me pongo a mí misma en una situación diferente a la que vivo: en una guerra que mi país está perdiendo, en el siglo XIX cuando para una mujer pobre era difícil aprender a leer y escribir o en el momento cuando mi hijo me dijo que era gay, pero 50 años antes.
—Has hablado de cómo comenzaste a escribir narrativa, pero no de qué te llevó hacia la dramaturgia.
—Descubrí que podía escribir buenos diálogos. De nuevo, era un mundo diferente. Escribir para el teatro es extraordinario por su rigurosidad. Cada cosa que va en escena tiene una razón de ser, igual que todo lo que pones sobre el papel. Luego están los actores que te preguntan por las motivaciones de los personajes y los directores, claro. Cuando escribo, mi cabeza se divide como un caleidoscopio.
—¿Crees que en el teatro actual se mantiene la ritualidad, no digamos de los tiempos de la antigua Grecia, sino de William Shakespeare?
—Si presencias una dramaturgia realmente buena hay un proceso de transformación en vivo, frente a ti. Esa electricidad es lo que constituye la experiencia teatral. No digo que siempre lo logre en mis obras, pero es lo que voy buscando. Eso es lo que nos queda de Grecia; la transformación. Honestamente, si voy al teatro y no presencio esa electricidad, prefiero irme.
Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com