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En Las voladoras, lo macabro de Mónica Ojeda vuelve en los motivos de la brujería y el incesto

El universo mítico de lo andino tiene una presencia menos marcada que lo macabro en la colección de cuentos Las Voladoras, de Mónica Ojeda. Con la excepción de los relatos “Terremoto” y “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, los otros seis que componen la publicación cuestionan arquetipos de lo femenino o intentan dibujar el tenue límite que separa la violencia psicológica de la real. Allí se reinterpretan mitos de la tradición europea, como las brujas, el licántropo o el Golem, a través del imaginario del páramo sudamericano. El temor a una erupción volcánica, presente en las leyendas aborígenes de la zona queda reducido a una hermosa reflexión —“los volcanes son los lagrimales de la tierra”— y a la evidencia de que amar es una forma de temblar que tienen en “Terremoto” las protagonistas, definidas por su relación y por la particularidad de vivir entre cráteres.

La omnipresente Pacha Mama, la Madre Tierra de la cordillera, no aparece o, si lo hace, es transmutada en su aspecto más terrible; como la mujer amenazadora: la arpía o la hechicera. Y es que la interpretación de lo abyecto femenino en contraste con lo peor de las sociedades patriarcales representa aquí un eje fundamental de la narrativa de Ojeda.

 

Lo femenino y el padre.

“Las Voladoras”, “Sangre coagulada” y “Cabeza voladora” establecen un tríptico cuyo leitmotiv es el arquetipo de la bruja. En el primer cuento, las arpías son la metáfora del maltrato. “El deseo de Dios: el misterio más absoluto de la naturaleza”, reflexiona la narradora: “Imagine ese misterio entrando a su casa y ensanchándole las caderas”. Por eso, allí proliferan las mujeres que atraviesan los cielos para desafiar las convenciones sobre le decoro. En “Sangre coagulada”, la comadrona rural de antaño se transforma en una hechicera cuyas pócimas solo sirven para curar la maternidad no deseada, porque, como escribe Ojeda: “la muerte también nace”.

Otra alegoría de la bruja aparece en “Cabeza voladora”, un cuento noir, en donde la violencia machista es más evidente. Allí, el mundo onírico de una maestra obsesionada con el asesinato de su vecina adolescente se encuentra con una comunidad de mujeres, a medio camino entre lo real y lo fantástico, que reúnen a un aquelarre en pleno entorno urbano: “Había un frenetismo impúdico en los cuerpos que sudaban y mostraban sus uñas, sus senos, sus lenguas”. La sensualidad de los pensamientos de la narradora contrasta con el asesinato de la chica y la culpa que se adjudica ella misma, sin dejar claro por qué. En todo caso, no son las mujeres, sino el padre quien emerge de las sombras como una figura monstruosa y, en este cuento, lo sangriento y la imagen de la decapitación se conectan con los símbolos en “Las Voladoras” y “Sangre coagulada”.

“La muerte también nace”

Como en las novelas de Ojeda, Nefando (2016) y Mandíbula (2018), un tema recurrente en Las voladoras es el del incesto: en un cuento ocurre entre hermanas y en otros cuatro involucra a una figura paterna. Como representaciones de un dios lejano e inaccesible, esos hombres son vistos como seres maltratadores, la alteridad que se funde en el terror: un Dios-padre inequívocamente judeocristiano. La excepción es el protagonista de “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, un demiurgo —“no es Dios pero se le parece”— que conecta las tres dimensiones del mundo de la cosmogonía amerindia de Los Andes con el objeto de intentar la resurrección de su hija. El relato une el mundo subterráneo de la muerte, Uku Pacha; el del presente, Kay Pacha y, el de los dioses o superior, Hanana Pacha, a través del motivo del Golem en un una narración donde un padre querendón, poco común en el universo de Ojeda, busca “sacarle palabras vivas a la naturaleza” para lograr un milagro. Este es uno de los raros casos en el libro donde el páramo es, sin duda, un motivo para lo fantástico.

 

Violencia psicológica.

Otro padre violento es el de “Caninos”, en donde el licántropo de las antiguas tradiciones de Europa del Este toma en la cordillera sudamericana la forma humana de un alcohólico en las últimas etapas de una enfermedad terminal. El comienzo de la narración establece una conexión con el célebre cuento “Berenice” de Edgar Allan Poe: “Hija guardaba la dentadura de Papi como si fuera un cadáver, es decir, con amor sacro de ultratumba”. Y resulta que donde Agaeus, el protagonista de Poe, por amor, desentierra la dentadura de su querida Berenice, Hija entierra los dientes de su padre por la misma razón. De esta manera, “Caninos” sigue la estela de “Las Voladoras”, “Sangre coagulada” y “Cabeza voladora”, fundamentados en la violencia del padre. Sin embargo, en este caso, la posibilidad del maltrato físico no es tan aterradora como las heridas en la psique, pues la madre y la hermana de la protagonista añaden a un ambiente constreñido en donde el pasado y el presente coexisten, contribuyendo de esa manera a la atmósfera angustiosa en la cual se encuentra imbuido el texto.

Es en “Slasher” y en “Soroche” donde la narrativa breve se conecta con más fuerza a lo gore de Nefando y al mundo adolescente de Mandíbula. En el primero, una joven cantante de rock tiene la fantasía de cortarle la lengua a su hermana gemela y muda con un estilete durante un concierto: “disfrutaba escarbando en el horror de los demás, asustándolos para verlos encogidos, diminutos muy adentro de sus sombras, masticando el viento guardado de los cajones”. La atmósfera estridente de los conciertos añade violencia a este cuento, pero, de nuevo, se trata de una agresividad que no llega a concretarse, aspecto que solo añade tensión narrativa y que Ojeda maneja con exactitud.

“Disfrutaba escarbando en el horror de los demás, asustándolos para verlos encogidos”

En el segundo relato, aunque las protagonistas sean mujeres adultas, su comportamiento es el de chicas de bachillerato. “Soroche” apela a la narrativa experimental para mostrar los puntos de vista de todas, amigas inseparables desde el colegio, pero que juzgan duramente a una de ellas por un reciente episodio indecoroso. Al mal de altura le llaman en Ecuador y en Perú, “soroche”; en Venezuela y Colombia, simplemente, “mal de páramo”. Pero a Ojeda esa noción le sirve de motivo para proponer un juicio propio sobre nuestra sociedad y es por eso que lo define como el momento en el que “ves nítidamente lo que eres y lo que son los otros, que abajo todo es tan pequeño y miserable y que de allí provienes. Ese es el verdadero mal de altura”. La misma  reflexión podría servir de poética a toda la obra de Ojeda, sustentada hasta ahora en la capacidad de observar desde arriba, como un cóndor alzando el vuelo, las miserias humanas para reproducirlas desde sus episodios más sórdidos.

 

Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora de la novela Malasangre (Anagrama, 2020), del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com

 

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