Roger Fry, inventor del postimpresionismo, visto por VirginiaWoolf
“En la medida en que un hombre puede cambiar el gusto,
Roger Fry lo cambió”
Kenneth Clark
Una edición de Lumen trae nuevamente la biografía que Virginia Woolf escribió sobre su amigo, pintor y crítico de arte, Roger Fry.
Roger Fry le escribe a su padre el 21 de febrero de 1888. Tiene 22 años. Sus estudios científicos, en la Universidad de Cambridge, son los de un alumno notable. Pero no es eso lo que le interesa. Fry quiere pintar. Ha consultado a un profesor sobre la perspectiva del arte como profesión. “Me aconsejó que, si era lo bastante importante para mí, le pidiera a usted que me dejara probarlo durante un par de años y al final de ese período, dice, cree que estaré en condiciones de determinar cuáles son mis aptitudes y si merece la pena continuar”.
Nació en diciembre de 1866. El padre y la madre eran cuáqueros y provenían de familias que lo habían sido por varias generaciones: un mundo endogámico y rígido, distinto de todo cuanto los rodeaba, en el que no faltaban personas cultivadas. Adinerados, participaban en sociedades que debatían cuestiones de ciencia y literatura. Se reunían para hablar de los libros que leían de sus temores hacia la modernización del mundo.
Al pequeño Roger le gustaba la naturaleza y muy temprano se sintió atraído por las preguntas de la ciencia. Era sensible y entendía las limitaciones del credo familiar. Respetaba y temía a sus padres. Tímido, ello no le impedía ejercer su potente inteligencia. Los castigos físicos que vio en su escuela le llenaron de un profundo rechazo a la violencia. En 1881 tenía 15 años e ingresó a una escuela en Clifton donde expandiría su interés en las ciencias. La amistad con John Ellis McTaggart (que mucho más adelante se convertiría en el autor del fundamental “La irrealidad del tiempo”) comenzó a desafiar la preceptiva que le había sido inculcada en su familia. Hacían largas caminatas y conversaban sobre los asuntos del mundo. Fry pasaba desapercibido. La rebelión todavía no ascendía a la superficie.
En diciembre de 1884 ocurrió el hecho que cambiaría su vida: fue admitido en Cambridge. Recibió una beca para estudiar ciencias. La afinada y reveladora prosa de Virginia Woolf se desliza para narrar la expansión sensitiva, intelectual y humana de Fry. La conformación de amistades que lo serían para el resto de la vida (a Fry y a sus amigos les llamaban “los jóvenes reflexivos”). El encuentro con personas de la talla de Edward Carpenter, Bernard Shaw y otros, mientras crecía en él una indeclinable pasión por la pintura y las artes.
Un mundo por ver
La respuesta de su padre a la carta constituyó un avance, pero no en los términos a los que Fry esperaba: el acuerdo consistió en que seguiría sus estudios científicos y dedicaría parte de su tiempo a la pintura. De alí en adelante las relaciones con sus padres no tendrían la fluidez anterior: Fry les había hecho saber que aspiraba a una vida muy distinta a la que ellos deseaban. A partir de 1891 comenzó a viajar-para-ver. Más que una rutinaria práctica profesional, ver ciudades, paisajes y museos, pero sobre todo ver cuadros, se convertiría en una segunda respiración. Con el tiempo, mirar sería para Fry equivalente a vivir.
Viajaba con sus amigos. Iba de una ciudad a otra. Conocía a los notables de la crítica del arte (como John Addington Symonds). Se sentaba a conversar: los cafés ya eran una de las más nobles instituciones europeas. El cosmopolitismo campeaba a sus anchas. Las técnicas pictóricas estaban en el centro de sus anotaciones. En 1892 se mudó a Chelsea. Su pintura no encontraba acogida: ni lugares adecuados para exponer ni compradores para sus cuadros. La personalidad del hombre dispuesto a defender sus ideas se configuraba: nunca abandonó su talante de espíritu abierto (temía convertirse en un fósil) pero a todos los que le escuchaban les resultaba llamativo su modo de argumentar. Los cursos que dictaba, rápidamente encontraron acogida. Viajaba, pero también ejercía oficios artesanales para poder vivir como restaurador o diseñador. A pesar de la oposición de su familia, en diciembre de 1896 se casó con Helen Combe, también artista. Aquél fue un tiempo feliz para ambos. Viajaban y veían cuadros. Leían juntos. Lo compartían todo. Hasta que, tras unos primeros síntomas, la locura se manifestó en Helen.
Hambre de ver
Mientras cuidaba a Helen, trabajaba y pintaba. Luego de una temporada, ella comenzó a mejorar. Tuvieron dos hijos, Pamela y Julian. En 1910 Helen agravó y desde ese momento hasta su muerte vivió en un hospital siquiátrico. Fry lo hacía todo: cuidaba de su esposa, educaba a sus hijos, daba cursos y conferencias, escribía sobre los cuadros (escribe Woolf: “cada cuadro parece ocupar su sitio, de modo que tenemos la sensación de participar en un continuo viaje de descubrimiento bien planificado”), polemizaba, en su interior adquiría fuerza el sentimiento de que había que construir la bisagra entre la obra y el público, entre el artista y el público.
Fry tenía el don del observador: veía el porvenir. Avizoraba. Interpretaba. Diferenciaba. Defendía la posición de que el crítico debe atender más a la sensibilidad que al conocimiento. Publicaba recensiones de libros, dictaba conferencias ante públicos que crecían. Pintaba sin encontrar resonancia. Le encargaban la compra de cuadros. Le contrataban para garantizar la autenticidad de las obras. Y viajaba: sus cartas, numerosísimas, estaban pobladas de cuadros. No cesaba de comentarlos uno a uno. No creía en los expertos. Su ejercicio consistía en la experiencia de ver. La vivacidad de sus comentarios hacía que sus corresponsales sintieran que tenían el cuadro enfrente. Su reputación de conocedor se irrigaba por todas partes, sin que él fuese consciente de ello.
A pesar de que aquí y allá le reconocían sus innumerables atributos, no le resultaba fácil responder a las preocupaciones de sus padres. Una serie de avatares, que Virginia Woolf narra en sus diversas corrientes, lo condujeron al cargo de curador de pinturas del Museo Metropolitano de Arte de New York, que ejerció entre 1906 y 1910. Cruzó el Atlántico y quedó asombrado con la sofisticación, el buen gusto y la avidez de las capas ilustradas de Norteamérica. También fue sorpresivo enterarse de que era una especie de celebridad.
Las dos exposiciones
1910 fue un año determinante en su vida: debió internar a su esposa en el siquiátrico, dejó New York para volver a Londres, curó la exposición “Manet y los postimpresionistas” en las Grafton Galleries, que reunió en Inglaterra por primera vez, las obras de Gauguin, Manet, Matisse, Picasso y Van Gogh. El vendaval se desató imparable. “No menos de cuatrocientas personas visitaban la galería a diario. Y expresaban su opinión no solo al secretario, sino también en cartas dirigidas al propio director. Los cuadros eran de mal gusto, anárquicos e infantiles. Constituían un insulto al público británico y el responsable del insulto era un necio, un impostor o un tunante”. Virginia Wolf se adelanta a nuestra perplejidad: hoy cuesta entender que aquellos artistas cuyas obras son fundamentales en el siglo XX, hubiesen ocasionado tal escándalo. Fry sufrió el rechazo de las clases cultas de Inglaterra, pero a cambio los jóvenes pintores se aglutinaron en torno a su figura.
En 1912 organizó una segunda exposición, lo que ratifica cuánto confiaba en el poderío de los cambios que estaban ocurriendo en el modo de representar el mundo. Su fijación con los postimpresionista modificó su modo de pensar la pintura y también su propia pintura. Mientras atendía todos estos múltiples frentes, escribía largos ensayos, estudios sobre pintores (como los que dedicó a Cezanne, a Matisse, a Bellini, a la pintura británica, al arte francés, etcétera), participaba en las tertulias y la amistad del llamado Círculo de Bloomsbury, sus capacidades como conferencista adquirían proporciones míticas, y no paraba de trabajar, lo que alcanzó su apogeo cuando en 1913 creo los Talleres Omega, especializados en diseño y aplicaciones artísticas. “Cocinaba; lavaba los platos; hacía cerámica; diseñaba alfombras y mesas; enseñaba los Talleres Omega a los visitantes; encontraba trabajo a los objetores de conciencia; los defendía ante los políticos; hacía todo lo posible por pagar 30 chelines semanales a sus artistas”. Finalmente, la precariedad causada por la Primera Guerra Mundial acabó con aquel magnífico experimento. En marzo de 1919, el mismo Fry subastó las piezas que quedaban.
Final
Los últimos diez años en la vida de Fry fueron también extraordinarios. Se había convertido en un hombre del espíritu. Practicaba una vida desinteresada, disfrutaba de los dones. Su conversación iba de los cuadro al ajedrez, de los paisajes a Mallarmé. A pesar de las dificultades, no se cerró a nada. En 1926 conoció a Helen Anrep, quien sería su compañera hasta su muerte, causada por un infarto lo derribó para siempre.
Cuenta Virginia Woolf, que fue su amiga, que si Fry era persuasivo en sus libros, como conferencista era exquisito y cautivador. Y es con un fragmento de esos momentos mágicos, con el que me propongo cerrar este comentario: “Todo lo había dicho y hecho una y otra vez en sus libros. Pero había una diferencia. Cuando la siguiente transparencia se deslizaba en la pantalla, se producía una pausa. Roger Fry contemplaba de nuevo el cuadro. Y luego, en un instante, encontraba la palabra que deseaba; añadía de forma impulsiva lo que acababa de ver como si fuese la primera vez. Ese era, quizás, el secreto de su influjo sobre el público. Este tenía la oportunidad de ver cómo brotaba y se configuraba la sensación; Roger Fry lograba develar el momento mismo de la percepción. Así, con pausas y borboteos, el mundo de la realidad espiritual surgía transparencia tras transparencia –en Poussin, en Chardin, en Rembrandt, en Cézanne-, con sus cimas y valles, todos relacionados, todos provistos de algún modo de integridad y plenitud, sobre la gran pantalla de Queen’s Hall. Y, al final, tras una larga mirada a través de las gafas, hacía una pausa. Señalaba una de las últimas obras de Cézanne y parecía desconcertado. Meneaba la cabeza; apoyaba la vara en el suelo. La obra –decía- escapaba a cualquier análisis que él pudiera hacer. Y en consecuencia, en vez de decir “Siguiente transparencia”, hacía una inclinación y el público salía a Langham Place”.
Nelson Rivera (@nelsonriverap) es ensayista, gestor cultural y director de “Papel Literario”, el suplemento cultural del periódico venezolano El Nacional