¿De verdad conocemos a los antiguos?

El punto de partida es, por sí mismo, inquietante: no disponemos de los originales de los Antiguos. A lo largo de los siglos, en el mejor de los casos, las obras se han conservado como resultado de la actividad de los copistas. Las obras que llegado hasta nosotros, son el resultado de la intervención de personas distintas a los autores: discípulos que tomaban notas en el momento o más tarde, a partir de sus recuerdos; anotadores de vocación que escribían para perpetuar las palabras de quienes consideraban sus maestros; admiradores que se impusieron a sí mismos o encargaron a otros la tarea de transcribir las palabras de los autores. “A decir verdad, es el copista el auténtico artífice de los textos que han logrado sobrevivir”.

Luciano Canfora pone de bulto un hecho tremendo por su abrumadora simpleza: el lector-copista es el “autor material” del texto antiguo. Es la mente del copista quien filtra, quien criba el texto con el que se ha compenetrado. En tanto que único-verdadero-lector, en su aproximación, se apropia del texto. A partir de esa apropiación surge “el impulso de intervenir: típica, y casi obligada reacción del que ha entrado en el texto. Es por esta causa que el copista, precisamente porque copiaba, se ha convertido en protagonista activo del texto. Puesto que es quien mejor lo ha entendido, el copista se transforma en coautor del texto” (Canfora añade: bajo esta perspectiva el plagiario  es un copista que ha perdido la noción de sí, al punto que se siente autor del texto copiado y lo firma como suyo).

La operación mental del copista va más lejos: no se resigna a las brechas. La sensación de que algo falta en el texto, le produce un persistente malestar. El copista necesita superar el asunto que lo incomoda. De inmediato es tomado por el impulso de mejorar el texto, zanjar la brecha, rellenar lo que falta. Estos impulsos son fuentes de errores, en la mayoría de los casos, conceptuales. A ello hay que agregar los múltiples errores mecánicos en que puede incurrir el copista: anotar una palabra en vez de otra; retomar la tarea de copiar en un punto que no era el mismo en que la había dejado; leer desde una lógica distinta a la del autor y, a partir de allí, distorsionar el texto.

De la sumatoria de casos posibles, cabe establecer una tasa de deformación de los textos que responde a una ley: mientras menor sea el tiempo que media entre el autor y el copista, menor será la cantidad de deformaciones que sufrirá el texto. El lector puede especular y preguntarse qué queda de los originales que, a lo largo de los siglos, han pasado por las manos de varias generaciones de copistas. Y, al asomarse a una cuestión más profunda: qué pueden decirnos unos textos que se produjeron en realidades mentales (filológicas) de hace 2 mil y 3 mil años.

Los casos que la erudición de Canfora expone, resultan inquietantes: editores o libreros que escogían entre distintas versiones de una misma obra, aquella que les resultaba más cónsona con sus intereses; poderosos que contrataban a varios copistas para que copiaran una misma obra por tramos; pensamientos  que conocemos porque fueron citados por otros autores (de memoria); traducciones hechas bajo los más diversos criterios; traductores que lo hacían palabra por palabra; autores, como Diodoro Sículo, que escribió –agrupó- una obra basada en fragmentos de otras; el paso de los rollos a los papiros, que constituyó un embudo material para los textos antiguos; etcétera, etcétera.

De este libro de Canfora, dos preguntas sobre los textos antiguos quedan abiertas, quizás para siempre: ¿A qué llamamos el texto original? ¿Quién fue el autor de ese texto original?

 

Nelson Rivera (@nelsonriverap) es ensayista, gestor cultural y director de “Papel Literario”, el suplemento cultural del periódico venezolano El Nacional.

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