El monstruo de la memoria, de Yishai Sarid: una advertencia para el futuro
Después de guiar a un grupo de estudiantes israelíes en una excursión por los campos de concentración de Polonia durante varios días y explicarles el horror allí ocurrido, como ya era costumbre para él, el joven historiador protagonista de El monstruo de la memoria preguntó a estos jóvenes, con palpable desgana: “¿Qué conclusión habéis sacado de este viaje?”. La respuesta, a su parecer, era bastante previsible, pues ya la había escuchado en repetidas ocasiones: “Ser fuertes, hay que ser unos judíos fuertes, hay que ser fuertes pero morales, estar unidos, no olvidar, ser ante todo personas”. Después de aquella réplica previsible, se produciría un debate con reflexiones igual de previsibles y, como siempre, todos irían a dormir plácidamente antes de poner de rumbo de nuevo a Jerusalén con un sentimiento nacionalista especialmente exacerbado. Pero aquella noche fue diferente. Entre balbuceos que hacían anticipar la unívoca contestación, uno de los adolescentes alzó la voz y lanzó su propia conclusión: “Creo que para sobrevivir también tenemos que ser un poco nazis”, dijo. “Los profesores se hicieron los sorprendidos a la espera de mi reacción, deseosos de que hiciera el trabajo sucio por ellos, que me ocupara del monstruo que ellos mismos, en compañía de los padres, habían alimentado”, escribe el narrador.
En El monstruo de la memoria, el escritor israelí Yishai Sarid hace una reflexión crítica sobre qué es la memoria y cómo se gestiona; cómo se selecciona lo que es recordado, lo que no, y por qué; y cómo esas respuestas constituyen un relato que nos cohesiona como sociedad y nos une en torno a una mitología y un origen común. Lo hace mediante un estilo ágil y directo, de la mano de un narrador-protagonista y en forma de una larga carta en la que el experto se dirige al presidente de Yad Vashem, una institución ubicada en Jerusalén que tiene el objetivo de mantener viva la memoria de las víctimas del Holocausto. El autor plantea preguntas incómodas y pone al lector frente a sus propios monstruos: ¿Acaso se ha convertido la memoria en un espectáculo? ¿El fin único del ejercicio de la memoria es la justicia o hay objetivos más allá? ¿Qué es la verdad histórica? Y, sobre todo, ¿en qué momento la memoria se convierte en un monstruo?
La memoria de lo indigno.
El lector asiste al proceso de deconstrucción, e incluso de destrucción, de su protagonista, un joven historiador israelí que se especializó en el Holocaustos, más por azar que por vocación. “Sentía temor ante la historia contemporánea, que se me asemejaba a una intimidante cascada que arremetía con inusitada furia”, llega a reconocer. Y no se equivocaba. La historia de la Shoah —este es el término hebreo para la palabra “Holocausto”— acaba por golpearle hasta lo más profundo, llevándole a una obsesión casi enfermiza y asfixiante por conocer con exactitud cada mínimo detalle ocurrido en los campos de exterminio. Esto le transforma moralmente, sumiéndose, como él mismo escribe, en un “callejón del horror”. En su proceso de enajenación, llega a sentir, como aquel estudiante, fascinación por el modus operandi de los nazis. En este sentido, detalla que el exterminio se produjo en Polonia para que Alemania permaneciera “hermosa, limpia y ordenada”. “La porquería fue arrojada hacia el este, hacia los lugares apartados en los que la materia orgánica pudiera pudrirse sin que la pestilencia molestara al progreso y la cultura”, sentencia. El autor sitúa aquí una de las razones por las que sus conciudadanos no odian a los alemanes, sino a los polacos. Las otras dos son, por un lado, la ingente cantidad de dinero que recibió Israel por parte de Alemania y, tal y como afirma el historiador, “la admiración velada que provocan el hecho del asesinato, la determinación, la idea misma, el atrevimiento, el último y extremo episodio de crueldad tras el cual solo hay silencio”.
Este proceso catártico provoca que el narrador sea cada vez menos comedido en sus explicaciones ante el público. Comenta que, en un principio, hacía llegar el mensaje encorsetado entre las consignas del gobierno israelí, sin poder salir de los márgenes del discurso oficial: “Me plantaba ante ellos e intentaba transmitirles el sufrimiento y el heroísmo (…), ciñéndome a todos los mensajes implícitos de ustedes sin desviarme ni a derecha ni a izquierda”, escribe en su larga carta. Pero durante aquellas explicaciones, el guía advirtió de la escasa relevancia que aquella información tenía sobre los estudiantes: lejos de calar en ellos, aquellas cifras de muertos e innumerables horrores resbalaban entre sus pantallas de teléfono y las banderas patrióticas que colgaban de su cuello. “Ellos caminan detrás envueltos en la bandera de Israel y cantando el himno nacional junto a las cámaras de gas, pronunciando el kadish sobre los cúmulos de tierra, encendiendo velas en recuerdo de los niños arrojados a las fosas, llevando a cabo todo tipo de ritos inventados por ellos y esforzándose por intentar hacer manar de sus ojos ni que sea una sola lágrima”, relata el narrador.
Lo sublime y lo banal.
Pero esta banalidad no se reduce solo al ámbito escolar, pues el protagonista también lleva a cabo una ruta por los campos con diferentes políticos y altos cargos, que le piden asesoramiento para la conmemoración del aniversario de la Conferencia de Wannsee —en la cual los gobernantes de la Alemania nazi tomaron las decisiones pertinentes a la “solución final de la cuestión judía”—. Los burócratas parecen más preocupados por la puesta en escena que por lo ocurrido, más allá de los límites de la oficialidad: “Podía llegar con ellos hasta cierto punto, pero nada de profundizar. Solo tenían en mente su misión”. Sarid no solo cuestiona la institucionalización de la memoria histórica, sino la mercantilización de la misma, ya que el protagonista también se ve obligado a trabajar para un grupo de turistas de tercera edad que tenían la visita a los campos incluida en un paquete vacacional. El colmo de la banalidad tiene lugar cuando advierte, por sus comentarios, que estos turistas preferirían estar en un Ikea en lugar de escuchando su explicación.
Sarid advierte de la importancia de la memoria, pero también de su fragilidad; de la necesidad de su cuidado y de los peligros que entraña. Porque nadie está a salvo del mal. Nadie está a salvo de ser un nazi. En una de las excursiones, una profesora le pregunta al protagonista que cómo se explica tanta crueldad. “Los seres humanos son capaces de cualquier cosa y sobre todo de asesinar. Se parapetan detrás de una ideología o de la religión. Durante los últimos siglos ha ido a más el asunto del nacionalismo”, concluye el historiador. El monstruo de la memoria es, más que una novela, un aviso para un futuro incierto marcado por el auge del patriotismo, el fanatismo y la ultraderecha. Un alegato sobre la importancia de no olvidar para no volver a errar, para no volver a sufrir.
Alicia Sánchez (@aliciasromero_) es licenciada de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad de Sevilla, sus intereses incluyen la literatura y el cine. Trabaja en la agencia Europa Press.
Una magnífica reseña que provoca leer el libro cuanto antes. La mercantilización de los conceptos «memoria y la verdad» los alejan cada vez más de la reparación a las víctimas y nos arrojan a aquello que -aparentemente-estamos condenados a repetir.
Así es, Alejandra. Muchas gracias por tus agudas reflexiones. Creemos que «El monstruo de la memoria» es un libro necesario en estas fechas de calamidades.
Saludos y gracias por leernos.
La reseña es buena pero si es exacta, el libro queda corto porque no está reseñado uno de los factores que hicieron posible ese genocidio: El relativismo moral, potenciado por el nihilismo de Nietzsche, tan popular en Alemania y Austria desde 1890 hasta la derrota nazi en 1945, que unido al racismo alemán de la época y al secular antisemitismo europeo fomentado por las jerarquías sacerdotales cristianas (tanto católicas como protestantes) produjeron ese monstruo que fue el Nazismo, un movimiento político que fue popular en su época. Hasta los jóvenes hispanoamericanos con pretensiones literarias que viajaron a Europa antes de la II Guerra Mundial se entusiasmaron con las tesis irracionales, de exaltación de la barbarie de Nietzsche y expresaron ideas tan execrables como las expuestas en un manifiesto literario que lanzó Arturo Uslar Pietri, miembro destacado de la juventud privilegiada venezolana que disfruto vivir temporadas en Europa ejerciendo cargos diplomáticos o consulares para la Tiranía gomecista por sus vinculaciones familiares y adhesiones políticas. En ese impactante manifiesto, Uslar Pietri y otros nombres importantes del «pensamiento» expresaron que eran «hombres sin caridad» y otras expresiones de exaltación nietszcheana. Uslar Pietri rectificó y olvidó sus proclamas nihilistas, aunque continuó con su posición politica gomecista, lopecista y medinista, sin que esto le quite sus grandes méritos literarios.
Nota: Escribí » tan existencialistas» y el diccionario automático del celular cambió las palabras por «tan execrables»..
Olvidé incluir dentro de las jerarquías sacerdotales «cristianas» promotoras del antisemitismo a las ortodoxas (junto a las católicas y protestantes, con Lutero a la cabeza) porque durante casi dos mil años sufrieron de lo que llamo «esquizofrenia anti-judía» al adoptar la política imperial romana de discriminación y persecución contra los judíos olvidando que fue Roma la que crucificó a Cristo y que éste, como la Virgen, San José, los Apóstoles, San Pablo, San Juan Bautista y el mismo Moisés eran todos judíos. El antisemitismo es el peor legado del imperialismo romano, basado en mentiras para que los cristianos, contrariando la verdadera Doctrina de Cristo (también adulterada y negada por la Doctrina de San Pablo), cometieran durante siglos numerosos pecados contra los judíos porque los asesinatos, palizas, saqueos y destrucción de sus bienes y demás actos criminales que sufrieron los judíos por quienes se llamaban «cristianos» eran violaciones directas de los Diez Mandamientos y de las enseñanzas de Jesucristo. Pensar que la estrella amarilla que obligaron los Nazis que usaran los judíos fue invento de un Papa en el siglo XVI y que el Papa, durante la época del dominio de Europa por los nazis, prefirió callar ante el genocidio, ante el Holocausto, por temor a perder sus privilegios materiales y no levantó su voz para condenar la política de exterminio nazi, solo son dos hechos que prueban el divorcio entre las jerarquías sacerdotales «cristianas» y la Doctrina de Cristo, basada en la igualdad, el amor y la solidaridad humana.