El amo bueno de Tabarovsky, un ajuste de cuentas con la memoria argentina

El argentino Damián Tabarovsky ha publicado su novela más reciente, El amo bueno, en la editorial que él mismo dirige. El autor arguye que podría publicar en editoriales mainstream si lo deseara —recuerda que sus primeras obras fueron editadas por el sello de Penguim Random House— pero ha preferido exponer su criterio literario en la independiente Mardulce. Con El amo bueno Tabarovsky sigue la senda de su obra anterior, Una belleza vulgar, tanto que considera que ambas podrían formar parte de una serie en la que existe una defensa por una escritura singular que concede gran importancia a la disposición de las palabras en una frase. Al autor le obsesiona la sintaxis y el trabajo sobre la palabra en los textos, y habla de una necesaria “politización de la frase”.

Por ende, no es casual que el narrador de esta novela ponga en tela de juicio los eufemismos en las primeras páginas. Según el autor —la voz que narra los hechos, aunque a veces esta parezca un personaje de la propia historia sin intervenir en ella—, “el eufemismo argentino lleva un nombre: desaparecido”. Con mucho criterio, Tabarovsky critica en el libro el uso interesado que se ha hecho del lenguaje a lo largo de la historia de Argentina, su país natal y aquel en donde se desarrolla la novela. No es necesario contextualizar las fechas exactas de los hechos para que el lector comprenda que se refiere a los asesinatos —sin nombre y sin cuerpo— perpetrados durante la dictadura del militar Jorge Rafael Videla, aquellos años que fueron denominados con otro eufemismo: Revolución argentina. En este libro se cuestiona la verdad oficial, y además la verdad socialmente pactada: “¿Realmente ya lo sabemos todo? ¿Realmente no hace falta aclarar nada más?”, se pregunta el autor.

“¿Realmente ya lo sabemos todo? ¿Realmente no hace falta aclarar nada más?”

El amo bueno es una novela que podría ser cualquier otra cosa. Por más que el autor defiende su naturaleza en el mismo texto, lo que de verdad parece es que la trama es una excusa argumentativa para que el autor se explaye sobre todas las cuestiones que le interesa tratar. Con todo, los “personajes”, puestos entre comillas con clara intención, están construidos de manera coherente, de forma que puedan servirle al autor para esgrimir sus opiniones con respecto a múltiples temas. Tabarovsky no vacila en mostrar su rotunda negatividad hacia una sociedad materialista, producto de un capitalismo globalizado, culpable de la pérdida de valores fundamentales en la sociedad.

Para dirigir sus discernimientos, elabora un artefacto literario complejo compuesto por dos elementos muy simples. El primero es la trama que escenifica el jardín de una casa en el barrio de Villa Ortúzar, en Buenos Aires, cercano a la industria textil Sudamtex, cerrada desde la década de los 80. Tres perros, uno por cada capítulo del libro, escarban en el jardín hasta encontrar restos de la antigua fábrica, que es lo que servirá al autor para entroncarse en cada una de sus críticas, por ejemplo el abandono de los ideales de la clase obrera: “Ninguna clase obrera parece ya jugarse en ninguna fábrica”, dice. Estas críticas son las que componen el segundo elemento: el ensayo literario que dirime Tabarovsky. Tanto la trama como el ensayo aparecen mezclados con tanta asiduidad que resulta difícil apreciar los contornos de cada género. A veces el tono es incluso articulista, con fragmentos de texto más propios de una columna de opinión que de una novela.

 “Ninguna clase obrera parece ya jugarse en ninguna fábrica”

La trama principal, los perros ladrando al túnel (metáfora de la historia que aún queda enterrada), podría ser un relato o un cuento por su extensión, si no fuera por cada una de las disertaciones que se yuxtaponen a lo largo del texto. En cualquier momento de la lectura existe la sensación de estar asistiendo a una propuesta demasiado alejada de la narrativa tradicional, aunque ahora casi todo se encuentra lejos, que casi resulta pretenciosa. No obstante, con el paso de las páginas, el lector consigue descifrar muchos de los enigmas que, en forma de obstáculo, se presentan en la novela. Los personajes, tres perros y “el vecino de en frente”, no accionan pero se erigen como símbolos muy interesantes.

Los perros, con sus ladridos al túnel que ellos mismo han construido, podrían representar la necesidad de descubrir la verdad enterrada, pero en realidad lo que representan es la ingenuidad, uno de los valores reivindicados por Tabarovsky. Nada más allá de los ladridos de un perro que nada comprende y cuyos movimientos no responden a ningún asunto determinante. El “vecino de enfrente”, personaje pasivo pero importante, sí parece simbolizar el misterio de la historia no contada que cada día vemos con nuestros ojos. En multitud de ocasiones, el lector exhala un tufillo moralista procedente de las reflexiones del autor —“la posibilidad de ser singular plural, iguales a otros pero siempre distintos…”— que alcanzan incluso a la crítica literaria.

La novela es un lamento con forma de homenaje a un país con una desdichada historia, repleta de episodios vergonzantes, como el que da nombre a la calle donde se desarrolla la trama: 14 de julio, “el nombre de un error o de un malentendido, una irresponsabilidad urbana”. En clara alusión al conflicto por la memoria histórica, se proclama que “preferimos las calles que no conducen a ninguna parte, el medio tono, los nombres que no nombran nada”. Tabarovsky asume su propia idiosincrasia y, a través de la autocrítica, reflexiona sobre el valor del poder —“¿Qué ocurre cuando el amo es bueno?”, dice— y reivindica con brío la utilidad de la palabra.

“Preferimos las calles que no conducen a ninguna parte, el medio tono, los nombres que no nombran nada”

La densidad de la obra, fruto de la intención del autor, que escribe lo que parece que un escritor debería reflexionar antes de escribir (y no escribirlo), afortunadamente está salpicada de ciertas dosis de humor, muy absurdo y trivial —la banalidad es otra de sus reivindicaciones—, y de ingenio, como cuando dice: “Mi generación es la última para quien las siglas PC significó Partido Comunista y no Personal Computer”. También se cuela a veces algún destello poético, como cuando el perro contempla su rostro reflejado en el charco y “ladra para festejar que no es otro”. Es la gloria y la cruz de Argentina: ser siempre una misma. “Hay que continuar cavando como un modo continuar andando”, alienta Tabarovsky.

 

Jaime Cedillo (@JaimeCedilloMar) es periodista, músico y poeta. Colabora con El Cultural, publicación del diario El Mundo y con otros medios de comunicación. Se graduó en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad Rey Juan Carlos I y cursó el Máster de Crítica y Comunicación Cultural de la Universidad de Alcalá de Henares.

 

 

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