El protagonista “fantasmal” de Daniel Jándula enseña a Tener una vida
“El mundo por el que camino ya no teme tanto a la muerte,
pero siente un pánico enorme ante la vida”
Una de las formas más comunes de vivir en la actualidad es no preguntarnos por qué existimos. Lo que el malagueño Daniel Jándula quiere demostrarle a los lectores en su novela Tener una vida, publicada por la editorial catalana Candaya es, justamente, que para vivir no basta con existir.
La novela está protagonizada por un hombre hastiado de todo que no parece tener un oficio determinado ni una identidad establecida. Se trata de otro protagonista parecido a tantos de las ficciones que pueblan ahora las mesas de novedades de las librerías. Otro perteneciente a eso que en la novela se describe como “la especie de los hombres enajenados y grises”, uno que evalúa la condición humana porque no encuentra, por más que lo busca, el significado de la vida. Y que vive como un fantasma, aunque señale que nunca se le ocurriría convertirse en algo así, por muy habituales que en su ciudad “sean, desde su origen, los fantasmas”. Lo que hace especial a este personaje es que debe enfrentarse a un agujero blanco (en lugar de negro) que se traga, de forma selectiva, las pocas pertenencias que le quedan después de separase de su pareja, Lidia. Esa presencia, entre metafísica y científica, establece un centro simbólico al rededor del cual debe interpretarse toda la novela. Porque lo importante no parece ser el agujero, sino la necesidad de desplazarse sin moverse.
El hoyo blanco por donde el protagonista fantasea que podría acceder a una realidad alternativa parce más una proyección de la misma apatía caníbal que maneja sus días, convirtiéndolo en una especie de zombie. “No temo encontrarme con desconocidos, temo que los desconocidos descubran mi invisibilidad”, escribe Jándula que tiene un talento especial el aforismo.
A medio camino entre el ensayo existencialista y la novela breve de ficción, Tener una vida es testimonio de la angustia de la generación de españoles cercanos a los cuarenta años. Como los criados en la Transición, cuando la dictadura franquista se había instalado como “una molesta montaña de polvo” y aguantando que sus mayores les dijeran que se habían “ido por el hoyo de la ociosidad” el personaje que representa a la gente común y sin atributos que describe el autor nacido en 1980 pretende conseguirse a sí mismo atravesando la mitad del mundo, cuando en realidad no le interesa dejar su casa.
“No temo encontrarme con desconocidos, temo que los desconocidos descubran mi invisibilidad”
El meollo del asunto es su necesidad de huir de sí mismo, de la apatía que se traga sus días, de la misma manera como el hoyo en su pared hace desaparecer sus cosas. En su casa, repasando una guía de viaje del lugar que hubiera conocido si no hubiera perdido el avión porque se quedó dormido, el protagonista descubre que iba a cambiar de ambiente para encontrarse con la misma soledad y el mismo desasosiego de su vida cotidiana. “Es un silencio que se quedará a vivir en mí para siempre. Si tuviera una brújula, la sacaría y nos quedaríamos largo rato mirando la aguja balanceándose”, escribe el colaborador de las revistas Quimera y Viaje Ítaca: “Al sur, muy al sur, está la Isla Desolación. Comprendo: yo no soy un fantasma: me olvido de mí. Para eso era el viaje”.
La metáfora sobre la necesidad de pensar en la vida es clara: el personaje, sin viajar, se encuentra reflexionando sobre el viaje. Vive el viaje. Porque como nos dice Jándula en su obra de 123 páginas, “La vida encuentra el modo de abrirse camino, no pide permiso. Y para tener una vida, no basta con estar vivo”.
Michelle Roche Rodríguez (@michiroche) es narradora, periodista y crítica literaria. Es autora del libro de relatos Gente decente (Premio Francisco Ayala, 2017) y del ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex, 2016). Su página web es http://www.michellerocherodriguez.com