Mariana Enriquez apela a lo siniestro en Las cosas que perdimos en el fuego

Las mujeres y los niños son los grandes protagonistas de las catorce historias reunidas en Las cosas que perdimos en el fuego, el primer libro de la escritora argentina Mariana Enriquez publicado en España. Sólo en dos cuentos un hombre adulto es plenamente protagonista. En ambos se narran descensos a la locura, aunque en uno de ellos (“Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”) podría tratarse de algo aún más siniestro, y resulta interesante advertir que este protagonista tiene como contrafiguras a una mujer y su hijo de dos años. En general, los hombres son prescindibles o aborrecidos o detestables. Las mujeres casadas los abandonan o están por abandonarlos, las novias los soportan precariamente y son descartados sin demasiados trámites. En otros casos (en el relato que da el título al libro, “Las cosas que perdimos en el fuego”) hay una culpa masculina colectiva. No debe pensarse, sin embargo, que haya en estas historias algún alegato antimasculino, al menos no en forma evidente. Enríquez es demasiado buena narradora como para enturbiar sus ficciones con discursos a favor o en contra de algo. Sus ideas circulan a partir de la lógica interna de los relatos y en ningún caso como un apéndice ideológico.

No recuerdo quién dijo que si en una historia de terror hay niños, ésta es entonces más terrorífica. Puedo dar fe de este efecto sobre mí como lector, aunque no puedo explicarlo racionalmente. El caso es que Mariana Enriquez hace un uso extraordinariamente eficaz de la presencia de niños y adolescentes como víctimas o victimarios en algunos de los cuentos más estremecedores del libro. Desde el niño retador y taciturno, permanentemente hambriento, de “El niño sucio”, la criatura de dientes afilados de “El patio del vecino” (pero, ¿estamos seguros de que es un niño?), y los niños obsesionados por una casa embrujada de “La casa de Adela”, hasta la adolescente enajenada de “Fin de curso”, todos generan compasión y horror en quien recorre estas páginas.

Los escenarios en los que transcurren estas historias de asesinatos, ritos extraños, fantasmas y seres fantásticos son los barrios marginados, más que marginales, de Buenos Aires, así como pequeñas ciudades provinciales en las que el tedio es una antesala del espanto. De manera muy clara, el ambiente trasunta el destino desamparado de los personajes, su condición de seres a la intemperie, expuestos a toda la violencia y todo el mal. En “Bajo el agua negra”, cuento de resonancias lovecraftianas, los pobres que la ciudad rechaza y segrega parecen multiplicarse hasta el infinito: “Buenos Aires se iba deshaciendo en comercios abandonados, ventanas tapiadas con ladrillos para evitar que las casas fueran tomadas, carteles oxidados que coronaban edificios de los años setenta… La avenida, lo sabía, era la zona muerta, el lugar más vacío del barrio. Detrás de esas fachadas, que eran mascarones, vivían los pobres de la ciudad. Y en las dos orillas del Riachuelo miles de personas habían construido sus casas en los terrenos vacíos… Desde el puente se podía ver la extensión del caserío: rodeaba el río negro y quieto, lo bordeaba y se perdía de vista donde el agua formaba un codo y se iba en la distancia, junto a las chimeneas de fábricas abandonadas.”

Todavía se suele pensar lo fantástico en literatura como evasión; el terror como literatura de entretenimiento y nada más. A pesar de Borges y Cortázar y Bioy Casares. Mariana Enriquez, que bordea la literatura de género sin pertenecer propiamente a ella, transita las huellas de los maestros sin copiarlos y al mismo tiempo se alimenta de otras tradiciones. Los horrores de Las cosas que perdimos en el fuego se sostienen en el presente y el pasado argentino; un pasado que, como dijera William Faulkner, nunca termina de pasar, que ni siquiera es pasado, y Enríquez nos lo recuerda a través de las palabras del personaje protagonista de “Nada de carne sobre nosotras”: “Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados. Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejaron olvidados”.

 

Rubi Guerra es narrador, editor, periodista y promotor cultural. Es fundador de la sala de arte y ensayo Ocho y Medio y asesor de la Casa Ramos Sucre en Cumaná, Venezuela. Ha publicado los libros La tarea del testigo (Premio Rufino Blanco Fombona, 2007), Las formas del amor y otros cuentos (Premio Salvador Garmendia, 2010), El discreto enemigo, que editó en 2016 Madera Fina.

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