Valentine Penrose, la poeta surrealista olvidada que se ahogó en el fuego

Cuando vio la fotografía de la portada, la vida de la editora Elisabet Riera cambió. El retrato de Luisa Casati, tras el cual se escondía Man Ray, ilustraba una novela de Valentine Penrose. Los cuatro ojos locos, gracias a una doble exposición, acertaba con la esencia de Casati —la de una noble matrona de las artes—, además de con la esencia del relato sangriento. Una larga obsesión, la de Riera con Valentine Penrose, nos ha regalado el libro Valentine Penrose: La surrealista oculta. Obra reunida, que edita la editorial boutique de Riera, WunderKammer.

En el volumen se incluye una foto de Valentine (me referiré a ella por su primer nombre para diferenciarla de su primer marido, del que tomó el apellido, el fotógrafo inglés Roland Penrose). Su cabellera negra se partía en dos, como alas de un pájaro. La nariz, un pico. El cuerpo largo y conciso. Todo ello le confería un “cuerpo de signos mágicos”, como el del cuervo que vuela en las leyendas, para traernos una sabiduría oculta, escondida en lo inconsciente, en la oscuridad. O como los cuervos de los ritos romanos, cuyos graznidos decían el futuro. Para los primeros cristianos, no había nada más solitario que un cuervo, pues vive en un plano superior.

 

El esposo y la libertad.

Su esposo Roland Penrose gastaba sus rentas en el sur de Francia, posando como pintor. Pero esa vida de casada, llena de obligaciones, cada vez pesaba más. Al igual que la de artista, con otras etiquetas sociales. Prefería ser una invitada, no la anfitriona, o una conocida, no una cabeza de familia. Siempre fuera del círculo, los demás la miraban con curiosidad o fascinación, al igual que se admira una alimaña.

Sentía en demasía los rigores de la amistad, igual que los lazos del amor. Dos grandes amenazas para su fiera libertad. “Sol que quema frente a agua que ahoga”. La calidez de Roland la ahogaba. La profundidad insondable de ella lo quemaba a él. Nunca se sentó en círculo alrededor de él, como los demás artistas, atraídos por su amistad rápida y sincera.

Para los chinos, lo femenino, el yin, se resume en un cuadrado negro de tierra. Valentine notaba esa magia de la tierra, por eso siempre volvía a la naturaleza. Pero los hombres habían perdido esa natural comunión, habían dado la espalda a su verdad. Los surrealistas también creían que la humanidad se traicionaba. Aunque para denunciarlo, celebraban las pulsiones sexuales y antisociales. Nada pastoral había en ellos.

Valentine siempre escapaba, dando largas caminatas por los campos. Allí, perdida en lo salvaje, sin seguir reglas excepto las mágicas, vivía libre. Hallando pequeños tesoros, iniciando ritos. Cada bosque convertido en la arboleda cercana al Pontino. Aquella consagrada a Deméter, llena de imágenes en su honor, donde se celebraban los misterios lerneos.

 

La alquimia y la abeja.

Había leído libros alquímicos, en los que se escribían sobre la nigredo, el inicio, y sobre la noche maternal, o la negra tierra fecunda. Por eso sabía que las tinieblas tienen algo de madre. Por ello, Valentine aclaraba que ella usaba el “primer idioma negro”. Este amor a las sabiduría mágica la llevó a la Sorbona. Allí estudió filosofía oriental. Ese sería le primero de los dos encuentros definitivos. El otro fue cuando tropezó en las aulas con Alice Rahon. Ambas se parecían tanto que podían haber pasado por hermanas: las dos morenas, con rasgos inquietantes. Rahon acabó siendo, además, una entrada en el Diccionario abreviado del Surrealismo, donde se la define como “la abeja negra”.

Valentine decidió que el viaje era el remedio. Su matrimonio con Roland Penrose estaba terminando. Así que se fue a la India, para completar sus estudios: “oriente occidente, facetas de mis ojos”. A los pocos días, se le unió Rahon. Ella huía del desamor de Picasso, no el de un marido. Ambas se consolaron.

Según el testimonio de Valentine, durante esos días, una “dormirá en los graneros”, en donde “braceará la paja sin fajas”. El banquete amoroso se canta escondido bajo imágenes naturales. Así, ella confesó que “tan loca de liquen perdida, como una aguja en el musgo, te di la vuelta y me tejiste”. Lejos del hogar, seguía sus impulsos sin bridas, al igual que escribía sin seguir las normas, ni la lógica. Amar a mujeres parecidas, y así lograr una liberación espiritual.

Su búsqueda se trazó desde el sur al norte. Desembarcaron en el Bombay “de las moscas”, fueron a Goa, luego a Podicherry, “con sus calles enjazminadas contoneándose hacia el mar, por la que caminan cerditos”, hasta que encontraron un paraíso: el ashram de Mirtola, cerca de Almora, en el montañoso norte. Allí, Valentine se dedicó a aprender sánscrito. Desde ahí, además, le envió el divorcio a Roland.

 

El viaje y las alturas.

Sobre esas alturas, veía con más claridad. Supo que la creación se iguala con la destrucción y que para hacer una fogata hay que quemar leña. “Mejor ser un atento servidor del fuego, que un rey de las cenizas”, escribió en una carta a Roland. Sabía que no debía aferrarse al rescoldo de su matrimonio, por eso anunciaba: “He aquí la ofrenda mis manos han quemado”. Esa lumbre destruiría los restos mentales, esos que impiden que el espíritu marche adelante.

Rahon volvió sobre sus pasos y acabó en México, hecha una pintora y poeta. Pero no olvidó. Al poco, publicó Noir Animal, un retrato de su Valentine. En el poema del mismo nombre, advertía de la profundidad de la experiencia: «rompiendo con el primer viento todas las telarañas». Y es que “Noir animal” aludía al carbón de huesos, resultado de quemar animales muertos. También podía significar una bestia negra. Otra negrura no tardaría en dominar el mundo. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Valentine tiene que abandonar su edén. Ya nunca tendrá una dirección postal fija.

Murió el 7 de agosto de 1978. Ese mismo día, nació Elisabet Riera, su futura editora. Continuaba así el círculo de nacimientos. Su obra, casi, completa se ha vertido a nuestra lengua, imprimiéndose bajo la constelación de Capricornio en el sello WunderKammer. Cuando nació Valentine, entonces Boué, Capricornio regía los destinos. Este signo tiene cola de pez y cuerpo de cabra. Una alegoría que apela a su tendencia doble, ya que puede ir al abismo, a las aguas profundas, así como a las alturas, subir a las cumbres. Los hindúes hablan de dos caminos. Uno te lleva a evolucionar, otro te arrastra hacia atrás. Uno te encierra en la rueda de renacimientos, otro te hace salir de ese círculo. Este libro, saca las palabras de Valentine de sus muertes sucesivas, hacia la eternidad de la lectura. Y es que, al echar la vista atrás, su vida parece retratarse en una moaxaja, una de aquellas anónimas que mezcla el árabe, el hebreo, con una jarcha final en romance.

 

Una ofrenda turquesa

para la dormida como los charcos,

aquel pájaro con ojos de esclavo.

Entre los rosales y el gran ciprés

¿caerás en la trampa

de la rueda quemada por el gozo?

La arrogancia de la nocturnidad

causará las lunas y las palabras,

para que destapemos

el perfume secreto

de nuestro corazón

y así corran las aguas enigmáticas.

En tu rostro sin cortes del dolor

¿huirá tu ruiseñor

al abrirse el umbral de tus dos labios?

 

Antonio Palacios colabora con las revistas Estación Poesía, Clarín, Letralia, El Coloquio de los Perros, Ariadna y Revista de Letras, entre otras. Publicó Yo sombra en 2018, un libro que se comprende de una novela, un libro de entrevistas, una guía de viajes, una sátira y un ensayo poético sobre la verdadera naturaleza de los sevillanos.

 

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