Centenario del nacimiento de Augusto Roa Bastos, la palabra creadora de mundos

En 1978 Augusto Roa Bastos visitó Cumaná, una ciudad de trescientos mil habitantes, ubicada al norte de Venezuela, frente al mar Caribe. La única razón que se me ocurre por la que el escritor paraguayo visitara mi ciudad es que respondía con amabilidad la invitación de Benito Irady, activo promotor cultural de la Universidad de Oriente y quien para el momento dirigía el Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre. En un salón de la Delegación de Extensión Cultural nos reunimos poco más de una docena de jóvenes lectores y aspirantes a escritores durante dos horas a conversar pausadamente con el famoso invitado.

Roa Bastos había venido a Venezuela, junto a una gran cantidad de escritores, a instancias de Ángel Rama para el lanzamiento de la Biblioteca Ayacucho, que entonces era una empresa editorial de gran envergadura que, bajo el patrocinio del estado venezolano, buscaba publicar los clásicos de las letras y el pensamiento latinoamericano. El viaje a Cumaná debe haber sido un pequeño desvío en sus actividades.

Para el momento, Augusto Roa Bastos era para mí sobre todo un nombre. Sabía que era el autor de Yo, el Supremo, publicado cuatro años antes, pero yo nunca había visto el libro. Ante la inminencia de su llegada, lo busqué en las pocas librerías de la ciudad y en la biblioteca pública sin resultados. Tampoco encontré ninguno de sus otros títulos. Así que llegué al momento de la conversación con el autor en una ignorancia perfecta sobre su obra. Creo que a mis compañeros, jóvenes flacos y melenudos, les sucedía lo mismo, pero no estábamos demasiado preocupados. Durante ese año y el siguiente nos convertimos casi en profesionales del público literario: además de la conversación con Roa Bastos, tuvimos una con el narrador peruano Manuel Scorza, y otras con los venezolanos José Balza y Rafael Cadenas; además, un taller literario de varios meses con el novelista argentino Manuel Puig.

“Escribir un relato no es describir la realidad con palabras, sino hacer que la palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los mundos imaginarios de la fábula»

No recuerdo mucho de la conversación en sí misma. Seguramente se habló de Yo, el Supremo, y de otras novelas recién aparecidas, del oficio y del compromiso del escritor latinoamericano; es decir, de los temas que a todos nos interesaban en esos momentos y que ya se han desvanecido un tanto. Lo que sí no se me ha olvidado es que Roa Bastos platicó ampliamente sobre el idioma guaraní y de Paraguay, un país que a mis diecinueve años me resultaba más desconocido que Suiza. Todo lo que dijo el escritor sobre el tema me resultó fascinante: el carácter aglutinante del idioma, el bilingüismo de la población, la paradójica dictadura del doctor Francia, la atroz guerra que enfrentó a los paraguayos contra los brasileños, uruguayos y argentinos entre 1865 y 1870 y que casi acaba con la población masculina, la no menos atroz dictadura de Alfredo Stroesner. Creo que influyó en que sus palabras perduraran en mi memoria el tono amable y sólo levemente didáctico, sonriente, que ante aquellos muchachos caribeños empleó Augusto Roa Bastos para interesarlos en su tierra de ríos y selvas.

Poco tiempo después de esa reunión, conseguí en la biblioteca pública el primer libro de cuentos de Roa Bastos, editado en 1953, El trueno entre las hojas, que aunque me gustó, me resultó demasiado tradicional; en ese entonces me sentía más inclinado a lo fantástico y experimental. Todavía debí esperar algunos años para descubrir (me parece que esa es la palabra más adecuada) Yo, el Supremo, su novela más célebre y posiblemente el punto más alto de su carrera. Considero una suerte no haberla leído demasiado joven. Es cierto que, como hacemos casi todos los lectores empedernidos que empezamos desde pequeños, leí muchos libros que no comprendía o de los cuales tenía una comprensión muy imperfecta, pero de esas carencias siempre se rescataban cosas; en medio de las incomprensiones, se vislumbraría un dato, una imagen, un matiz, una referencia, una percepción imposible de explicar con palabras pero que nos tocaba hondamente, que se uniría más adelante con otra lectura mal asimilada y de donde surgiría una chispa de conocimiento. Entonces, algo habría sacado de una lectura temprana de Yo, el Supremo, pero es mucho más lo que hubiera perdido.

“Habrás advertido que en la novela no hay voces sino una sola voz multiplicada, infiltrada en otros, que proviene de un ser al que jamás se retrata, salvo mediante el engaño de los espejos. Ese personaje va reproduciendo las voces de los otros, como un ventrílocuo, y es la sonoridad de lenguaje oral lo que va engendrando a las demás criaturas de coro”. Estas palabras de Augusto Roa Bastos dichas a Tomás Eloy Martínez en 1978 en Caracas, unos días antes del encuentro en Cumaná que ya he referido, resumen, para mí, gran parte de la complejísima estructura verbal y compositiva de la novela. Porque, en efecto, determinar quién cuenta esta novela, de quiénes son estas voces que se alternan, se superponen, se roban la palabra, se oponen, en la historia de un Dictador enfermo de Absoluto, es una tarea ardua que exige del lector una atención apasionada (también divertida), una lectura cómplice para adentrarse en el laberinto de una realidad multiplicada, elusiva, extravagante hasta niveles paroxísticos, en la que los personajes y las mismas palabras que les dan forma existen como proyecciones de sombras, como reflejos de espejos deformantes.

En su discurso de recepción del Premio Cervantes, en 1990, Augusto Roa Bastos afirmó que “Escribir un relato no es describir la realidad con palabras, sino hacer que la palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los mundos imaginarios de la fábula”. Quince años después, unos días antes de su muerte, la periodista Marta Escurra le preguntó: “¿Cómo vive lo que lee?”. Y éste respondió: “No solo imaginando a los personajes, sino imaginando que son seres vivos, como nosotros los vivientes, pero de otra especie, de otros mundos, de un porvenir lejano todavía que no conocemos. Son del futuro que se va haciendo y a medida que nos acercamos, ese mundo se aleja y siempre está fuera de nuestro alcance”.

Palabras que crean mundos, personajes como seres vivientes de otra especie, de otros mundos. La apuesta literaria de Augusto Roa Bastos es radical en su más estricto sentido.

“Habrás advertido que en la novela no hay voces sino una sola voz multiplicada, infiltrada en otros, que proviene de un ser al que jamás se retrata, salvo mediante el engaño de los espejos”

En estos días en que se cumplen cien años de su nacimiento seguramente se realizarán homenajes en su nombre en España y Latinoamérica. Todos serán merecidos. Pero, por supuesto, el mejor homenaje sería volver a sus libros; asumir la maravilla que aguarda en la complejidad de una escritura sin concesiones. Quizás resultaría provechoso para los lectores de este siglo acercarse con valor a una obra que reta de manera tan íntima la inteligencia y la sensibilidad.

 

Rubi Guerra es narrador, editor, periodista y promotor cultural. Es fundador de la sala de arte y ensayo Ocho y Medio y asesor de la Casa Ramos Sucre en Cumaná, Venezuela. Ha publicado casi una decena de libros, entre los que se encuentra La tarea del testigo (Premio Rufino Blanco Fombona, 2007), Las formas del amor y otros cuentos (Premio Salvador Garmendia, 2010), El discreto enemigo, que editó en 2016 Madera Fina.

 

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